EL GOLPE MAESTRO DE SATANÁS



EL GOLPE MAESTRO DE SATANÁS

POR MONSEÑOR LEFEBVRE



EL TEXTO HA SIDO TOMADO DEL SITIO COVA IN DESERTO.


NOTAS DE ESE SITIO (extracto): Comenzamos hoy a publicar un pequeño libro de Monseñor Marcel  Lefebvre, “El golpe maestro de Satanás”, el cual es, en realidad, una serie de charlas, sermones, y escritos varios en donde notamos la caridad y la prudencia con que se manejó Monseñor en sus primeros tratos con Roma. Escritos entre los años 1975 y 1977, denuncian ya  la gravedad de los dichos y hechos realizados por las más altas jerarquías de Roma, a partir del Concilio Vaticano II, los cuales fueron minando y destruyendo la Doctrina milenaria de la Iglesia Católica hasta llegar al punto en donde nos hallamos hoy: una nueva religión que insiste en seguir llamándose Católica pero  que reúne en sí todas las herejías ya condenadas por todos los Papas anteriores.
En este combate por la fidelidad a la Tradición y al depósito de la Fe, Monseñor Lefebvre irá reafirmando su posición inicial al chocar con el endurecimiento y la obcecación de los que ocupan Roma.
Como el título lo indica, Monseñor nos dice en dónde está la verdadera obediencia y en qué consiste realmente. El Concilio Vaticano II se valió de la “obediencia” para imponer sus nefastos cambios: Golpe maestro de Satanás.
Creemos no es redundar el repetir y recalcar el tener en cuenta  la fecha, la oportunidad y el auditorio al que fueron dirigidas estas reflexiones y afirmaciones de Monseñor Marcel Lefebvre pues, pasando el tiempo… muchas cosas fueron clarificándose más y la actitud de Monseñor… fue resolviéndose en otra actitud más firme y decidida.
Hasta llegar, antes de su muerte, a la conclusión de que, con la Roma actual,  no era ya posible entendimiento alguno y solo cabía esperar, de ésta, con la Gracia de Dios, una conversión de Roma a la Tradición, al depósito inmutable del Evangelio de Cristo.


I

EL GOLPE MAESTRO DE SATANÁS


Sabemos por el Génesis y mejor aún por Nuestro Señor mismo que Satanás es el pa­dre de la mentira. En el versículo 44, capí­tulo 8 del Evangelio de San Juan, Nuestro Señor apostrofa a los judíos diciéndoles: "El diablo es vuestro padre y vosotros queréis cumplir sus deseos. Desde siem­pre él es homicida y permanece fuera de la Verdad, puesto que no hay verdad en él, su palabra es mentirosa porque mien­te por naturaleza, ya que es mentiroso y padre de la mentira..."

Satanás es homicida en las persecuciones sangrientas, padre de la mentira en las here­jías, en todas las falsas filosofías y en las palabras equívocas que están en la base de las revoluciones, de las guerras mundiales, de las guerras civiles.

No cesa de atacar a Nuestro Señor en su cuerpo místico: la Iglesia. En el curso de la Historia ha empleado todos los medios, de los cuales uno de los últimos y más terribles ha sido la apostasía oficial de las sociedades civiles. El laicismo de los Estados ha sido y es siempre un escándalo inmenso para las almas de los ciudadanos. Y es por ese sub­terfugio que ha logrado laicizar poco a poco y hacer perder la fe a numerosos miembros de la Iglesia, a tal punto que esos falsos prin­cipios de separación de la Iglesia y el Estado, de la libertad de las religiones, del ateísmo político, de la autoridad que toma su origen de los individuos, han terminado por invadir los seminarios, los presbiterios, los obispa­dos y hasta el Concilio Vaticano II.

Para hacer eso, Satanás ha inventado pala­bras claves que han permitido que los erro­res modernos y modernistas penetraran en el Concilio: la libertad se ha introducido me­diante la Libertad religiosa o Libertad de las religiones; la igualdad, mediante la Colegia-lidad, que introduce los principios del igua­litarismo democrático en la Iglesia y, final­mente, la fraternidad mediante el Ecume-nismo que abraza todas las herejías y erro­res y tiende la mano a todos los enemigos de la Iglesia. El golpe maestro de Satanás será, por consiguiente, difundir los principios re­volucionarios introducidos en la Iglesia por la autoridad de la misma Iglesia,, poniendo a esta autoridad en una situación de incohe­rencia y de contradicción permanente; mien­tras que este equívoco no sea disipado, los desastres se multiplicarán en la Iglesia. Al tomarse equívoca la liturgia, se torna equí­voco el sacerdocio, y habiendo ocurrido lo mismo con el catecismo, la Fe, que no puede mantenerse sino en la verdad, se disipa. La jerarquía de la Iglesia misma vive en un equívoco permanente entre la autoridad per­sonal, recibida por el sacramento del Orden y la Misión de Pedro o del Obispo y los prin­cipios democráticos.

Es preciso reconocer que la jugarreta ha sido bien hecha y que la mentira de Satanás ha sido utilizada maravillosamente. La Igle­sia va a destruirse a sí misma por vía de la obediencia. La Iglesia va a convertirse al mundo hereje, judío, pagano, por obedien­cia, mediante una Liturgia equívoca, un cate­cismo ambiguo y lleno de omisiones y de instituciones nuevas basadas sobre princi­pios democráticos.

Las órdenes, las contraórdenes, las circu­lares, las constituciones, las cartas pastora­les serán tan bien manipuladas, tan bien or­questadas, sostenidas por la omnipotencia de los medios de comunicación social, por lo que queda de los movimientos de Acción Católica, todos marxistizados, que todos los fieles honrados y los buenos sacerdotes re­petirán con el corazón roto pero consintien­do: ¡Hay que obedecer! ¿A quién, a qué? No se sabe exactamente: ¿a la Santa Sede, al Concilio, a las Comisiones, a las Conferen­cias Episcopales? Uno aquí se pierde como en los libros litúrgicos, en los ordos diocesa­nos, en la inextricable maraña de los cate­cismos, de las oraciones del tiempo actual, etcétera. Hay que obedecer, con peligro de volverse protestante, marxista, ateo, budista, indiferente, ¡poco importa! hay que obede­cer a través de las negaciones de los sacer­dotes, la inoperancia de los obispos, salvo pa­ra condenar a quienes quieren conservar la Fe, a través del matrimonio de los consagrados a Dios, de la comunión a los divorciados, de la intercomunión con los herejes, etc. ¡hay que obedecer! ¡Los seminarios se vacían y se venden igual que los noviciados, las casas religiosas y las escuelas; se saquean los te­soros de la Iglesia, los sacerdotes se secula­rizan y se profanan en su vestimenta, en su lenguaje, en su alma!... hay que obedecer. Roma, las Conferencias Episcopales, el Sí­nodo presbiteral lo quieren. Es lo que todos los ecos de las Iglesias, de los diarios, de las revistas repiten: aggiomamento, apertura al mundo. Desgraciado sea él que no consiente. Tiene derecho a ser pisoteado, calumniado, privado de todo lo que le permitía vivir. Es un hereje, es un cismático, que merece úni­camente la muerte.

Satanás ha logrado verdaderamente un gol­pe maestro: logra hacer condenar a quienes conservan la fe católica por aquéllos mismos que debieran defenderla y propagarla.

Ya es tiempo de encontrar de nuevo el sen­tido común de la fe, de reencontrar la verda­dera obediencia a la verdadera Iglesia, ocul­ta bajo esa falsa máscara del equívoco y la mentira. La verdadera Iglesia, la Santa Sede verdadera, el Sucesor de Pedro, los Obis­pos en cuanto sometidos a la Tradición de la Iglesia, no nos piden y no pueden pedirnos que nos volvamos protestantes, marxistas o comunistas. Ahora bien, se podría creer al leer ciertos documentos, ciertas constitucio­nes, ciertas circulares, ciertos catecismos que se nos pide que abandonemos la verdadera Fe en nombre del Concilio, de Roma, etcétera.

Debemos negarnos a volvernos protestan­tes, a perder la Fe y a apostatar como lo hizo la sociedad política después de los errores difundidos por Satanás en la Revolución de 1789. Nos rehusamos a apostatar, aunque fuera en nombre del Concilio, de Roma, de las Conferencias Episcopales.

Permanecemos adheridos, por sobre todo, a todos los Concilios dogmáticos que han de­finido a perpetuidad nuestra Fe. Todo cató­lico digno de este nombre debe rechazar todo relativismo, toda evolución de su fe en el sentido de que lo que ha sido definido solem­nemente por los Concilios en otros tiempos dejaría de ser válido hoy y podría ser modi­ficado por otro Concilio, con mayor razón si es tan sólo pastoral.

La confusión, la imprecisión, las modifica­ciones de los documentos sobre la Liturgia, la precipitación en la aplicación, demuestran bien a las claras que no se trata de una re­forma inspirada por el Espíritu Santo. Esta manera de obrar es de tal modo contraria a las costumbres romanas que obran siempre "cum consilio et sapientia". Es imposible que el Espíritu Santo haya inspirado la definición de la Misa según el artículo VII de la Consti­tución y aún más inaudito que se haya sen­tido la necesidad de corregirla enseguida, lo que es una confesión de chapucería en la más importante realidad de la Iglesia: el Santo Sacrificio de la Misa.

La presencia de los protestantes para la reforma litúrgica de la Misa, es preciso con­fesarlo, establece un dilema al cual parece difícil escapar. Su presencia significaba o que estaban invitados a reajustar su culto se­gún los dogmas de la Santa Misa o que se les preguntaba lo que les desagradaba en la Misa Católica para evitar que se dejara pre­sente una expresión dogmática que ellos no podían admitir. Es evidente que esta segunda solución es la que fue adoptada, cosa incon­cebible y ciertamente no inspirada por el Es­píritu Santo.

Cuando se sabe que esta concepción de la "Misa normativa" es la del Padre Bugnini y que él la impuso tanto al Sínodo como a la Comisión de Liturgia, se puede pensar que hay Roma y Roma, la Roma eterna con su fe, sus dogmas, su concepción del Sacrificio de la Misa y la Roma temporal influenciada por las ideas del mundo moderno, influencia a la que no ha escapado el propio Concilio —el cual, a propósito y por la gracia del Espí­ritu Santo quiso ser únicamente pastoral.

Santo Tomás se pregunta en la cuestión de la corrección fraterna si conviene que se la practique a veces con los Superiores. Con todas las distinciones útiles, el Ángel de la Escuela responde que se la debe practicar cuando se trata de la Fe.

Ahora bien, ¿quién puede con toda con­ciencia decir que hoy en día la Fe de los fie­les y de toda la Iglesia no está amenazada gravemente en la Liturgia, en la enseñanza del catecismo y en las instituciones de la Iglesia?

Léase y reléase a San Francisco de Sales, San Roberto Bellarmino, San Pedro Canisio y Bossuet y se hallará con asombro que te­nían  que  luchar contra  los  mismos  falsos procedimientos.   Pero esta vez el drama ex­traordinario  consiste  en que  estas desfigu­raciones de la Tradición nos vienen de Roma y de las Conferencias Episcopales; si uno quie­re por consiguiente guardar su Fe tenemos que admitir sí que algo anormal pasa en la administración romana.   Debemos, por cier­to, sostener la infalibilidad de la Iglesia y del Sucesor de Pedro, debemos también ad­mitir la situación trágica en que se encuen­tra nuestra Fe católica por las orientaciones y los documentos que nos vienen de la Igle­sia; la conclusión vuelve a lo que decíamos al comienzo:   Satanás reina por el equívoco y la incoherencia, que son sus -medios de com­bate y que engañan a los hombres de poca Fe.

Este equívoco debe ser suprimido valien­temente para preparar el día elegido por la Providencia en que será suprimido oficial­mente por el Sucesor de Pedro.

Que no se nos tache de rebeldes u orgullo­sos, porque no somos nosotros los que juz­gamos, sino es Pedro mismo quien como Su­cesor de Pedro condena lo que él por otro lado fomenta, es la Roma eterna la que condena a la roma temporal. Nosotros preferimos obedecer a la eterna.

Pensamos con plena conciencia que toda la legislación emitida desde el Concilio es, por lo menos, dudosa y, en consecuencia, apelamos al Canon 23 que trata de este caso y nos pide atenernos a la ley antigua.

Estas palabras parecerán a algunos injuriosas para la autoridad. Por el contrario, son las únicas que protejen a la autoridad y la reconocen verdaderamente, porque la autoridad no puede existir sino para lo Verdadero y lo Bueno y no para el error y el vicio.

El 13 de octubre de 1974, en el ani­versario de las apariciones de Fátima.

Que María se digne bendecir estas líneas y haga que produzcan frutos de Verdad y Santidad.

Mons. Marcel Lefebvre




II
DESOBEDIENCIA APARENTE, PERO OBEDIENCIA REAL

Querido Padre, hoy tenéis la alegría de celebrar la Santa Misa en medio de los vuestros, rodeado de vuestra familia, de vuestros amigos, y con gran satisfacción nos hallamos hoy cerca vuestro para deciros también toda nuestra alegría y todos nuestros augurios para vuestro apostolado futuro, por el bien que haréis a las almas.
Rezamos en este día especialmente a San Pío X, nuestro santo patrono, cuya fiesta celebramos hoy y que estuvo presente en todos vuestros estudios y en toda vuestra formación. Le pediremos que os dé un corazón de apóstol, un corazón de santo sacerdote como el suyo. Y puesto que estamos aquí, muy cerca de la ciudad de San Hilario y de Santa Radegunda y del gran cardenal Pie, ¡pues bien!, pediremos a todos estos protectores de la ciudad de Poitiers que vengan en vuestro auxilio para que sigáis su ejemplo, y para que conservéis, como ellos lo hicieron en tiempos difíciles, la Fe católica.

Habríais podido ambicionar una vida feliz, quizás fácil y cómoda en el mundo, puesto que habíais preparado ya estudios de medi­cina. Habríais podido, por consiguiente, de­sear otro camino que el que habéis escogido. Pero no, habéis tenido la valentía, incluso en nuestra época, de venir a pedir la formación sacerdotal en Ecône. Y, ¿por qué en EcônePorque allí habéis encontrado la Tradi­ción, porque allí habéis encontrado lo que correspondía a vuestra Fe. Esto fue para vos un acto de valentía que os honra.

Y es por eso que quisiera responder, con algunas palabras, a las acusaciones que se han hecho estos últimos días en los diarios locales a raíz de la publicación de la carta de monseñor Rozier, obispo de Poitiers. ¡Oh!, no para polemizar. Tengo buen cuidado de evitarlo, no tengo por costumbre el contestar a esas cartas y prefiero guardar silencio. Sin embargo, me parece que está bien el que os justifique porque en esa carta estáis im­plicado igual que yo. ¿Por qué ocurre esto? No a causa de nuestras personas, sino por la elección que hemos hecho. Somos incrimi­nados porque hemos elegido la supuesta vía de la desobediencia. Pero se trataría de que nos entendamos precisamente sobre lo que es la vía de la desobediencia. Pienso que po­demos en verdad decir que si hemos elegido la vía de la desobediencia aparente, hemos elegido la vía de la obediencia real.

Entonces pienso que aquéllos que nos acu­san han elegido quizás la vía de la obedien­cia aparente pero de la desobediencia real. Porque los que siguen la nueva vía, los que siguen las novedades, los que se adhieren a unos principios nuevos, contrarios a los que nos fueran enseñados en nuestro catecismo, contrarios a los que nos fueran enseñados por la Tradición, por todos los Papas y por todos los Concilios, esos tales han elegido la vía de la desobediencia real.

Porque no se puede decir que se obedece hoy a, la autoridad desobedeciendo a toda la Tradición. La señal de nuestra obediencia es precisamente seguir la Tradición, ésa es la señal de nuestra obediencia: "Jesús Christus herihodie et in saecula".Jesucristo ayer, hoy y por todos los siglos.

No se puede separar a Nuestro Señor Jesu­cristo. No se puede decir que se obedece a Jesucristo de hoy y que no se obedece a Je­sucristo de, ayer, porque entonces no se obedece a Jesucristo de mañana. Esto es muy importante. Por ello no podemos decir: nosotros desobedecernos al Papa de hoy y por ello mismo desobedecemos también a los de ayer. Nosotros obedecernos a los de ayer, por consiguiente, obedecemos al de hoy y por consiguiente obedecemos a los de ma­ñana. Porque no es posible que los Papas no enseñen la misma cosa, no es posible que los Papas se desdigan, que los Papas se con­tradigan.

Y es por ello que estamos persuadidos de que siendo fieles a todos los Papas de ayer, a todos los Concilios de ayer, somos fieles al Papa de hoy, al Concilio de hoy y al Concilio de mañana y al Papa de mañana. Una vez más: "Jesús Christus herihodie et in saecu-la". Jesucristo ayer, hoy y por todos los siglos.

Y si hoy, por un misterio de la Providen­cia, un misterio que para nosotros es inson­dable, incomprensible, estarnos en una apa­rente desobediencia, realmente no estamos en la desobediencia, estamos en la obe­diencia.
¿Por qué estamos en la obediencia? Por­que creemos en nuestro Catecismo, porque tenemos siempre el mismo Credo, el mismo Decálogo, la misma Misa, los mismos Sacra­mentos, la misma oración: el Padre Nuestro de ayer, de hoy y de mañana. He ahí por qué estamos en la obediencia y no en la des­obediencia.

Por el contrario, si estudiamos lo que se enseña hoy en la nueva religión, advertimos que ellos ya no tienen la misma Fe, el mismo Credo, el mismo Decálogo, la misma Misa, los mismos Sacramentos, ya no tienen el mismo Padre Nuestro. Basta abrir los cate­cismos de hoy para darse cuenta de ello, basta leer los discursos que se pronuncian en nuestra época para darnos cuenta de que aquéllos que nos acusan de estar en la des­obediencia son ellos quienes no siguen a los Pupas,   son   ellos   quienes   no   siguen   a   los Concilios, son ellos quienes están en la desobe­diencia. Porque no se tiene el derecho a cambiar nuestro Credo, a decir que hoy los Ángeles no existen, a cambiar la noción del pecado original, a afirmar que la Virgen ya no es más la siempre virgen, y así con lo demás.

No hay derecho a reemplazar el Decálogo, por los Derechos del hombre; ahora bien y hoy ya no se habla sino de los Derechos del hombre y no se le habla de sus deberes que constituyen el Decálogo. ¡Aún no hemos vis­to que en nuestros catecismos debamos re­emplazar el Decálogo por los Derechos del hombre!... Y esto es muy grave. Se ataca a los Mandamientos de Dios, ya no se defiende a todas las leyes que conciernen a la fami­lia y así con lo demás.

La Santísima Misa, por ejemplo, que es el  resumen de nuestra Fe, que es precisamente nuestro catecismo viviente, la Santísima Mi­sa está desnaturalizada, se ha vuelto equí­voca, ambigua. Los protestantes pueden de­cirla, los católicos pueden decirla.
A este propósito, nunca he dicho y nunca he seguido a quienes han dicho que todas las Misas nuevas son Misas inválidas. No he dicho nunca cosa semejante, pero creo que, en efecto, es muy peligroso habituarse a se­guir la Misa nueva porque ya no representa nuestro catecismo de siempre, porque hay nociones que se han vuelto protestantes y que han sido introducidas en la nueva Misa.

Todos los Sacramentos han sido, en cierta manera, desnaturalizados, se han vuelto co­mo una iniciación a una colectividad reli­giosa. Los Sacramentos no son eso. Los Sacramentos nos dan la gracia y hacen desa­parecer en nosotros nuestros pecados y nos dan la vida divina, la vida sobrenatural. No estamos sólo en una colectividad religiosa puramente natural, puramente humana.

Es por ello que estamos adheridos a la Santa Misa. Y estamos adheridos a la Santa Misa porque es el catecismo viviente. No es únicamente un catecismo que está escrito e impreso sobre páginas que pueden desapa­recer, sobre páginas que no dan la vida en la realidad. Nuestra Misa es el catecismo vi­viente, es nuestro Credo viviente. El Credo no es otra cosa que la historia, yo diría, el canto en cierta manera de la redención de nuestras almas por Nuestro Señor Jesucristo. Cantamos las alabanzas de Dios, las alaban­zas de Nuestro Señor, nuestro Redentor, nuestro Salvador que se hizo Hombre para derramar su sangre por nosotros y así dio nacimiento a su Iglesia, al Sacerdocio, para que la Redención continúe, para que nues­tras almas sean lavadas en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo por el Bautismo, por todos los Sacramentos, y para que así tengamos participación de la naturaleza de Nuestro Señor Jesucristo mismo, de su na­turaleza divina por medio de su naturaleza humana y para que seamos admitidos en la familia de la Santísima Trinidad por toda la eternidad.
He ahí nuestra vida cristiana, he ahí nues­tro Credo. Si la Misa ya no es más la con­tinuación de la Cruz de Nuestro Señor, del signo de su Redención, no es más la realidad de su Redención, no es más nuestro Credo. Si la Misa no es más que una comida, una eucaristía, un reparto, si uno puede sentarse alrededor de una mesa y pronunciar simple­mente las palabras de la Consagración en medio ele la comida, esto ya no es más nues­tro Sacrificio de la Misa. Y si ya no es más el Santo Sacrificio de la Misa, lo que se realiza ya no es la Redención de Nuestro Señor Jesucristo.

Necesitamos la Redención de Nuestro Se­ñor, necesitamos la Sangre de Nuestro Señor. No podemos vivir sin la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Él vino a la tierra para darnos su Sangre, para comunicarnos Su Vida. Hemos sido creados para eso, y nues­tra Santa Misa nos da la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Su Sacrificio continúa real­mente, Nuestro Señor está realmente pre­sente con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.

Para esto Él creó el Sacerdocio y para esto hay nuevos sacerdotes. Y es por ello que queremos hacer sacerdotes que continuarán la Redención de Nuestro Señor Jesucristo. Toda la grandeza, la sublimidad del Sacer­docio, la belleza del sacerdote es celebrar la Santa Misa, pronunciar las palabras de la Consagración, hacer descender a Nuestro Se­ñor Jesucristo sobre el altar, continuar Su Sacrificio ele la Cruz, derramar Su Sangre sobre las almas por el Bautismo, por la Euca­ristía, por el Sacramento de la Penitencia. ¡Oh! la hermosura, la grandeza del sacerdo­cio, ¡una grandeza de la cual no somos dig­nos! de la cual ningún hombre es digno. Nuestro Señor Jesucristo ha querido hacer esto.   ¡Qué grandeza!  ¡Qué sublimidad!

Y esto es lo que han comprendido nues­tros jóvenes sacerdotes. Estad seguros de que ellos lo han comprendido. Han amado la Santa Misa durante todo su seminario. Han penetrado su misterio. No penetrarán nunca su misterio de una manera perfecta incluso si Dios nos concediera una larga vida aquí abajo. Pero aman su Misa y pienso que han comprendido y que comprenderán siem­pre mejor que la Misa es el sol de su vida, la razón de ser de su vida sacerdotal para dar Nuestro Señor Jesucristo a las almas y no simplemente para partir un pan de la amis­tad en el cual ya no se encuentra Nuestro Señor Jesucristo. Y por consiguiente la gra­cia ya no existe en unas Misas que serían puramente una Eucaristía, puramente signi­ficación y símbolo de una especie de caridad humana entre nosotros.

He ahí por qué estamos aferrados a la Santa Misa. Y la Santa Misa es la expresión del Decálogo. ¿Qué es el Decálogo sino el amor de Dios y el amor del prójimo? ¿Qué realiza mejor el amor de Dios y el amor del prójimo sino el Santo Sacrificio de la Misa? Dios recibe toda gloria por Nuestro Señor Jesucristo y por su Sacrificio. No puede haber acto de caridad más grande hacia los  hombres que el Sacrificio de Nuestro Señor. Él mismo, Nuestro Señor Jesucristo, lo dice: ¿hay un acto más grande de caridad que dar su vida por aquéllos a quienes se ama?

Por consiguiente, se realiza en el Sacrificio de la Misa el Decálogo: el acto más grande de amor que Dios pueda tener de parte de un hombre y el acto más grande de amor que podamos tener de parte de Dios para con nosotros. He ahí lo que es el Decálogo: es nuestro catecismo viviente. El Santo Sacrifi­cio de la Misa está allí continuando el Sa­crificio de la Cruz. Los Sacramentos no son sino la irradiación del Sacramento de la Eucaristía. Todos los Sacramentos, son, en cierta manera, como satélites del Sacramento de la Eucaristía. Desde el Bautismo hasta la Extremaunción, pasando por todos los de­más sacramentos, no son sino la irradiación de la Eucaristía, porque toda gracia viene de Jesucristo que está presente en la Sagrada Eucaristía.
Ahora bien, el sacramento y el sacrificio están íntimamente unidos en la Misa. No se puede separar el sacrificio del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento explica esto magníficamente. Hay dos grandes reali­dades en el Sacrificio de la Misa: el sacri­ficio y el sacramento, el sacramento depen­diente del sacrificio, fruto del sacrificio.

Esto es toda nuestra santa religión y por ello estamos aferrados a la Santa Misa. Com­prenderéis ahora mejor quizás de lo que lo comprendisteis hasta hoy por qué defendemos esta Misa, la realidad del Sacrificio de la Misa. Ella es la vida de la Iglesia y la razón de ser de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Y la razón de ser de nues­tra existencia es unirnos a Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio de la Misa. En­tonces, si se quiere desnaturalizar nuestra Misa, arrancarnos en cierto modo nuestro Sacrificio de la Misa, ¡comenzamos a gritar! Estamos siendo desgarrados y no queremos que se nos separe del Santo Sacrificio de la Misa.

He aquí por qué mantenemos firmemente nuestro Sacrificio de la Misa. Y estamos per­suadidos de que nuestro Santo Padre el Papa no lo ha prohibido y no podrá nunca prohibir que se celebre el Santo Sacrificio de la Misa de siempre.   Por otra parte, el Papa San Pío dijo de manera solemne y definitiva, que suceda lo que suceda en el futuro no se podría nunca impedir a un sacerdote la celebración de este Sacrificio de la Misa y que todas las excomuniones, todas las sus­pensiones, todas las penas que podrían so­brevenir a un sacerdote por el hecho de cele­brar  este Santo Sacrificio  serían nulas de pleno derecho.  Para el porvenir: "in futuro, in perpetuum".
Por consiguiente, tenemos la conciencia tranquila, pase lo que pase. Si podemos es­tar con la apariencia de la desobediencia, estamos en la realidad de la obediencia. He aquí nuestra situación. Y conviene que la digamos, que la expliquemos, porque somos nosotros los que continuamos la Iglesia. Los que desnaturalizan el Sacrificio de la Misa, los Sacramentos, nuestras oraciones, los que ponen los Derechos del hombre en lugar del Decálogo, que transforman nuestro Credo, son ellos quienes están en la realidad de la desobediencia. Ahora bien, esto es lo que se hace por los nuevos catecismos de hoy. Es por eso que sentimos una pena profunda de no estar en perfecta comunión con los auto­res de estas reformas... ¡y lo lamentarnos infinitamente! Quisiera ir de inmediato a ver a monseñor Rozier para decirle que es­toy en perfecta comunión con él. Pero me es imposible, si monseñor Rozier condena esta Misa que celebramos, poder estar en comunión con él, pues esta Misa es la de la Iglesia. Y los que rechazan esta Misa ya no están en comunión con la Iglesia de siempre.

Es inconcebible que obispos y sacerdotes que fueron ordenados para esta Misa y con esta Misa, que la han celebrado durante qui­zás veinte, treinta años de su vida sacerdotal, la persigan ahora con un odio implacable, nos echen de las iglesias, nos obliguen a decir Misas acá, al aire libre, cuando están hechas para ser celebradas, precisamente, en esas iglesias construidas para decir esas Misas. Y, ¿no es verdad que monseñor Rozier mis­mo dijo a uno de vosotros que si fuéramos herejes y cismáticos nos daría iglesias para celebrar nuestras Misas? Es una cosa inve­rosímil. Y por consiguiente, si ya no estuvié­ramos en comunión con la Iglesia y fuéra­mos herejes o cismáticos, monseñor Rozier nos daría iglesias. Así pues, es evidente que estamos todavía en comunión con la Iglesia.

He ahí una contradicción en su actitud que los condena. Saben perfectamente que esta­mos en la verdad, porque no se puede estar fuera de la verdad cuando se continúa lo que se hizo durante dos mil años, porque se cree únicamente en lo que se creyó durante dos mil años. Esto no es posible.

Una vez más, debemos repetir esta frase y repetirla siempre: "JesúsChristus herihodie et in saecula". Si estoy con Jesucristo de ayer, estoy con Jesucristo de hoy y estoy con Jesucristo de mañana. No puedo estar con Jesucristo de ayer sin estar con Aquél de mañana. Y porque nuestra Fe es la del pa­sado lo es también la del futuro. Si no esta­mos con la Pe del pasado, no estamos con la Fe del presente, no estamos con la Fe del porvenir. He ahí lo que es necesario creer siempre, he ahí lo que es necesario mantener a toda costa y sin lo cual no podemos sal­varnos.

Pidámoslo hoy de manera particular para estos queridos sacerdotes, para este querido padre, a los santos protectores del Poitou: en especial, a San Hilario, a Santa Radegunda que tanto amó la Cruz —fue ella quien trajo aquí, a esta tierra de Francia la pri­mera reliquia de la verdadera Cruz; ella amaba la Cruz y tenía una gran devoción por el Sacrificio de la Misa—, y, finalmente, al Cardenal Pie que fue un admirable defensor de la Fe católica durante el siglo pasado. Pidamos a estos protectores del Poitou nos concedan la gracia de combatir sin odio, sin rencor.

No seamos nunca de aquéllos que buscan polemizar, desunir y dañar al prójimo. Amé­moslos de todo corazón pero mantengamos nuestra Fe. Mantengamos a toda costa la Fe en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Pidámoslo a la Santísima Virgen María. Ella no puede no haber tenido la fe perfecta en la divinidad de su Divino Hijo. Ella lo amó con todo su corazón, Ella estuvo pre­sente en el Santo Sacrificio de la Cruz. Pi­dámosle la Fe que Ella tenía. En el nombre del Padre...

(Homilía en Poitiers, 2 de setiembre de 1977)




III

ENSAYO DE SÍNTESIS DE LOS ERRORES EN CURSO ENEL INTERIOR DE LA IGLESIA DESDE EL CONCILIO VATICANO II


Homilía de S. E. Mons. Marcel Lefebvre con motivo del 30º aniversariode su consagración episcopal.

Ecône, 18 de setiembre de 1977
         
Después de los doce años de periodo pos-conciliar, es más fácil realizar un ensayo de síntesis de los graves errores que ya en el Concilio y desde el Concilio infestan a la Iglesia y condicionan la actitud de aquéllos que tienen las más grandes responsabilidades en la Iglesia, a tal punto que para buen número de ellos uno puede legítimamente preguntarse si tienen todavía la fe católica y, en consecuencia, si tienen todavía su jurisdicción.

Me parece que se puede, razonable y objetivamente, pensar que los autores de esta mutación aparecida en la Iglesia con el Concilio Vaticano II han buscado con vigor este cambio teniendo como objetivo un nuevo humanismo, como lo querían ya los pelagianos, como lo hicieron los autores del Renacimiento.

Esas personas, ya antes del Concilio, cardenales Montini, Bea, Prings, Liénart, etc., estimaron que se debía buscar una vía nueva para universalizar a la Iglesia, para hacerla aceptable al mundo moderno tal como es con sus falsas filosofías, sus falsas religiones, sus falsos principios políticos y sociales.

Prefirieron dejar en la sombra la vía de la Fe, demasiado intolerante para el error y el vicio, demasiado ventajosa para la Iglesia Católica Romana y, en consecuencia, demasiado exigente, que obliga a un combate y a una vigilancia continuos al ubicar a la Iglesia y al "mundo" en un estado de perpetua hostilidad.

Esa vía nueva no podía ser sino un renacimiento de un humanismo acogedor para todo lo que es o aparece humanamente bueno y aceptable en el error y el vicio. En esta óptica, podría realizarse una unión universal de todas las culturas y las ideologías bajo - la égida de la Iglesia.

Se imagina inmediatamente lo que representa como alejamiento de la Fe tal designio: hay que desdibujar el pecado original, abandonar la idea de que únicamente la Iglesia Católica es la Verdad y la posee, que Ella es la única vía de salvación; que ningún acto es meritorio sin la unión con Nuestro Señor.

La Verdad no será más el criterio de la Unidad sino un "fondo común de sentimiento religioso", de pacifismo, de libertad, de reconocimiento de los derechos del hombre...

No se sabría insistir demasiado para mostrar cómo este nuevo humanismo no es sino el término de aquél del Renacimiento; después de varios siglos de naturalismo y, especialmente desde el siglo XVIII, los filósofos subjetivistas y ateos, al rechazar el pecado original y en consecuencia la necesidad de la Redención y de la Encarnación, negaron la Divinidad de Nuestro Señor, juntándose a muchas sectas protestantes.

El  liberalismo  católico  o  sedicente  católico ha obrado a modo de "caballo de Troya" para  hacer penetrar  esos  falsos  principios en el interior de la Iglesia.  Quisieron "desposar a la Iglesia con la Revolución".  Esos esfuerzos se abrieron camino ayudados por las sociedades secretas y los gobiernos laicos y democráticos;  los miembros más eminentes de la Iglesia fueron contaminados: teólogos, obispos, cardenales, seminarios, universidades han sido atraídos poco a poco por esas ideas universalistas, opuestas fundamentalmente a la fe católica.

Para la realización de este universalismo, es preciso suprimir lo que es específico de la Fe católica, que se opone necesariamente a ese "fondo común" que permite la unión universal.

El medio preconizado es "el ecumenismo".

El ecumenismo permitirá a todos los grupos humanos importantes, representativos de una religión o ideología, entrar en contacto con la Iglesia y manifestar a la Iglesia las condiciones que estiman deben exigir de la Iglesia para una unión universal.

Los mayores obstáculos son aquéllos que afirman y expresan la Verdad de la Iglesia, su unidad, la absoluta necesidad de la uni­dad en la Fe católica; que la Iglesia es la única vía de salvación; que posee el único Sacerdocio de Cristo; que proclama la nece­saria Realeza social de Nuestro Señor Jesu­cristo.

En consecuencia:

—hay que modificar la Liturgia;

—hay que modificar el Sacerdocio y la Jerarquía;

—hay que modificar la enseñanza del catecismo, la concepción de la Fe católica; de ahí el cambio del magisterio en las universidades, seminarios, escuelas, etc.;

—hay que modificar la Biblia y constituir una Biblia "ecuménica";

—hay que suprimir los Estados católicos y aceptar el "derecho común";

—hay que atenuar el rigor moral reemplazando la ley moral por la conciencia.

El principio que ayudará a reducir los obstáculos será el de la filosofía subjetiva, porque la filosofía del ser, la filosofía escolástica, obliga a la inteligencia a someterse a una realidad exterior, a Dios, a sus leyes, como la fe católica exige la adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas, al Credo, al Decálogo, a las instituciones divinas.

La filosofía subjetiva deja la Verdad y la moral a la creatividad y a la iniciativa personal de cada individuo. Nadie puede ser obligado a adherir a la Verdad y a seguir la ley.

Esta concepción de la Verdad y de la ley moral vuelve las realidades relativas a las personas, a las sociedades, a las épocas. Ella está en la base de los Derechos del hombre.

Se puede advertir esta concepción en los documentos oficiales de la Iglesia y de los Episcopados.

La concepción de esta Fe subjetiva, conforme a la doctrina modernista, se encuentra en la mayoría de los nuevos catecismos, en los documentos de catequesis, en la nueva eclesiología: Iglesia viviente sumisa al Espíritu que la adapta a las condiciones modernas. El Pentecostalismo es una manifestación de ella.

Taizé comparte esta manera de concebir la religión.

El Espíritu se manifiesta en cada individuo de una manera diferente.

Las reformas que han sido impuestas a la Iglesia desde el Concilio se han realizado con este nuevo espíritu: la investigación, la crea­tividad, el pluralismo, la diversidad; espíritu que se opone radicalmente a la verdadera concepción de la Verdad y de la Fe, de tal modo, que únicamente esta concepción será combatida y considerada como inadmisible.

Porque es evidente que la Verdad es intolerante con el error, que la virtud no tolera al vicio, que la ley no tolera la licencia. Es preciso hacer una elección.

Hay que juzgar de esta manera todas las reformas cumplidas en nombre del Concilio y a justo título en nombre del Concilio, porque el Concilio ha abierto horizontes hasta entonces prohibidos por la Iglesia:

—admisión de los principios de un falso humanismo;

—libertad de cultura, de religión, de conciencia;

—respeto, cuando no es admisión del error, al mismo título que la verdad.

La suspensión de las excomuniones concernientes al error y la inmoralidad públicos es un estímulo cuyas consecuencias son incalculables.

Sería necesario estudiar cada reforma en particular para descubrir la aplicación de esos falsos principios en lo concreto.

Una de las más graves y más características es el cambio de actitud de la Santa Sede frente a la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo. La modificación de los textos litúrgicos de la fiesta de Cristo Rey es significativa. El aliento a la laicidad de la Sociedad civil es una consecuencia inmediata de ello.

Ecône, 20 de junio de 1977




IV

ENUMERACIÓN DE LOS HECHOS



Enumeración de los hechos que, tomados separadamente, pueden parecer insignificantes, pero que, vistos a la luz del nuevo humanismo, toman una significación que causa estupefacción:

—Visita a la ONU y apoyo aportado a esta organización masónica, enemiga de todo lo que es católico.

—Visita a la sala de cultos de la ONU, verdadero templo masónico.

—Abandono de la tiara, signo del poder del pontificado.

—Negativa a condenar el comunismo en el Concilio.

—Presencia molesta de observadores de todas las religiones en las sesiones del Concilio.

—Nombramiento de los cuatro moderadores.

—Intervención de una mujer en el Concilio.

—Viaje a Israel. Contacto con el Gran Rabino.

—Abrazos a Atenágoras con levantamiento de la excomunión. Atenágoras tuvo un entierro masónico.

—Intervención contra el "Coetus internationalis Patrum" pero apoyo a los cardenales liberales.

—Entrega del anillo papal a Ramsay, en San Pablo extramuros. Ramsay, laico, masón y hereje. Bendición dada con el Papa a toda la Iglesia presente: cardenales, obispos, cle­ro, etcétera.

—Visita a Bogotá para sostener las reivindicaciones de los "campesinos" e indirecta­mente de los "guerrilleros".

—Visita a Filipinas para llegar a Hong-Kong, donde debía pronunciarse un discurso pro-comunista, pero fue prohibido por el gobernador de Hong-Kong.

—Decreto para los matrimonios mixtos, sin exigir el bautismo católico de los hijos.

—Nombramiento de una comisión para la píldora, ¡con espera de dos años para decidir!

—Decreto sobre la hospitalidad eucarística, que permite a los protestantes recibir la Eucaristía.

—Secretariado para la unidad con declaraciones filo-luteranas.

—Secretariado para los  no-cristianos.

---Supresión de las fiestas de precepto.

—Supresión del ayuno eucarístico.

—Supresión de la abstinencia.

—Autorización de las Misas del sábado para el domingo.

—Autorización para la incineración.

—Concelebración de pastores anglicanos en el Vaticano.

—Bendición a los pentecostalistas danzando y aullando en San Pedro.

—Besos de pies a la ortodoxia.

—Entrega a los musulmanes de la bandera de Lepanto.

—Entrega de la cabeza de Santiago Apóstol a los ortodoxos.

Y todas las grandes reformas:

—Reforma litúrgica.

—Reforma de los seminarios.

—Democratización de las instituciones: sínodo de obispos en Roma; conferencias episcopales sin delimitación precisa de poderes; consejos presbiterales diocesanos.

—Reforma de la Curia Romana y especialmente del Santo Oficio. Centralización.

—Reforma del nombramiento de los obispos
.
—Revisión y modernización de todas las Constituciones de las sociedades religiosas.

—Dimisión obligatoria de los obispos a los 75 años.

—Evicción para el Cónclave de los cardenales de 80 años.






V

ECÓNE FRENTE A LA PERSECUCIÓN

A todos los que se interrogan sobre nuestra obra, sobre el seminario de Ecône, sobre nuestra actitud en la persecución que sopor­tamos por parte de los obispos, y ahora de Roma, les pedimos responder a estas cuestio­nes tan sencillas para unos fieles de la Igle­sia Católica: ¿Por qué la Iglesia? ¿Por qué el sacerdocio, el Santo Sacrificio de la Misa, los Sacramentos?

Si su respuesta es conforme a la doctrina de la Iglesia tal como siempre ha sido ense­ñada, tendrán la respuesta al porqué de Ecône.

Ésta es la primera respuesta esencial y fun­damental.

Un segundo problema se nos ocurre de in­mediato: ¿cómo es concebible que la jerar­quía actual pueda contradecir esta doctrina?

La primera respuesta es dada por nuestra Fe católica, la segunda es dada por la historia religiosa de los últimos siglos que han sufrido la influencia del protestantismo.

El protestantismo, por sus teorías liberales, suscitó en todos los campos una revolución total contra la cristiandad, concebida según los principios de la sana filosofía y de la Fe católica.

Las teorías resumidas en las tres palabras: "Libertad, Igualdad, Fraternidad", concebidas contra la autoridad de Dios y contra toda autoridad, han traído la ruina de la sociedad civil católica, la ruina de la economía organizada, y poco a poco, la laicización de los Estados con todas las consecuencias inmorales, enemigas de la ley de Dios y de la Iglesia.

Ahora bien, estos mitos sanguinarios del liberalismo han seducido siempre a unos católicos sentimentales y cuya fe era poco ilustrada. Las filosofías liberales, las organizaciones revolucionarias han tenido también un fuerte poder de atracción sobre los medios intelectuales y populares descristianizados.

Esta atmósfera liberal ejerció también una creciente influencia en la Iglesia por medio de las universidades, los falsos teólogos, los organismos católicos, y se difundió en los seminarios, el clero y los obispos y hasta en los medios eclesiásticos romanos. Que se piense simplemente en el "Sillón", luego en Emmanuel Mounier, en Maritain y, finalmente, en Teilhard de Chardin.

El liberalismo persigue con encarnizamiento un maridaje imposible entre la Verdad y el Error, la Virtud y el Vicio, la Luz y las Tinieblas, entre la Iglesia Católica y el mundo con todos sus desenfrenos. Los Papas lo comprendieron bien hasta Juan XXIII y si uno u otro cedieron a veces a las presiones de los liberales como León XIII y Pío XI, lo lamentaron enseguida y sus sucesores procuraron reparar los errores cometidos.

Ahora bien, es evidente que el Concilio Vaticano II permitió a las ideas liberales tener derecho de ciudadanía en la Iglesia. Las ideas de libertad, de primacía de la conciencia, de fraternización con el error por el ecumenismo, la libertad religiosa, la laicización de los Estados, pueden encontrar apoyo en la orientación general del Concilio.

Léase el diario del Concilio de Fesquet y se comprenderá por qué los francmasones, los protestantes y hasta los comunistas aplaudieron las orientaciones de este Concilio.

La aplicación del Concilio es, por otro lado, una prueba evidente de esta influencia liberal —el ecumenismo es el leitmotiv de las reformas.

Ahora bien, lo propio de los liberales es afirmar la tesis y obrar según la hipótesis sin acordarse más de los principios afirmados, de dónde esa doble faz ortodoxa y heterodoxa. Así en la práctica, los liberales no tienen enemigos a la izquierda, pero luchan encarnizada­mente contra los defensores de la ortodoxia, contra los que obran en conformidad con los principios católicos.

Y esto nos explica por qué Ecóne y todos los verdaderos católicos son duramente per­seguidos por la Roma ocupada por los libe­rales.

Puesto que nombramos a Roma, ¿cómo conciliar la difusión y la ejecución de los errores liberales por Roma y la infalibili­dad de la Iglesia y del Papa?

Esto será un tema de tesis para los futuros doctores en teología. Se necesitaría sí hallar una solución y ya algunos han tratado de dar­la, pero yo diría de buena gana que eso nos importa poco cuando se trata de juzgar he­chos o escritos. La malicia de los actos o de las afirmaciones contrarias a la Fe no se juz­gan con relación a la infalibilidad. Cuando alguien escribe que "la libertad religiosa pide que los grupos religiosos no sean impedidos de manifestar libremente la eficacia singular de su doctrina para organizar la sociedad y vivificar toda la actividad humana", me veo obligado a concluir que esta persona profesa el indiferentismo religioso condenado por la doctrina y el magisterio de la Iglesia. Ahora bien, esto es un ejemplo y de los menores de lo que profesa el Vaticano II. Se podrían citar página enteras de textos imbuidos de los errores liberales.

Ante esta difusión de los errores libera­les por los organismos oficiales de la San­ta Sede y, lo que está en la lógica del libe­ralismo incluso católico, ante la persecu­ción violenta contra los fieles ortodoxos ¿qué hacer?

Mantener la Fe católica y las instituciones divinas o tradicionales para la conservación y la propagación de la Fe católica y de la vida divina en las almas: familias católicas, escue­las católicas, parroquias católicas, seminarios católicos, facultades católicas, esperando que Roma sea liberada de los liberales que la ocupan.

Vivir de la Fe sobrenatural en la oración, en el Santo Sacrificio de la Misa, los Sacra­mentos, la oración constante, una confianzaindefectible  en Nuestro  Señor y  la Virgen María.

Predicar la Fe, es decir, a Nuestro Señor Je­sucristo, en todas las ocasiones, especialmen­te por ejercicios espirituales.

 ¿Que hará el Seminario de Ecône y su Fraternidad?

Ellos continuarán y continúan, porque la Iglesia liberal y modernista que ocupa la ver­dadera Iglesia amordazada no tiene ningún derecho a ser obedecida, más aún, se debe desobedecerla al no ser sus órdenes y sus orientaciones las de la Iglesia Católica. Ellos destruyen a la Iglesia. No podemos colaborar en la destrucción de la Iglesia, no queremos volvernos protestantes.

 ¿Qué harán más tarde los sacerdotes de, Ecône?

Multiplicarán los seminarios para la conser­vación y la multiplicación del sacerdocio cató­lico, porque éste es el fin principal de la Fra­ternidad Sacerdotal San Pío X.

Luego, se harán misioneros en los priora­tos, donde agrupados de a tres o cuatro, re­zarán juntos, irradiarán sobre una región para predicar a Nuestro Señor Jesucristo y llevar los Sacramentos, especialmente el Santo Sa­crificio de la Misa.

Sostendrán espiritualmente las escuelas ver­daderamente católicas.

En el priorato, una casa de ejercicios espi­rituales les permitirá, santificar a los fieles de toda edad y de toda categoría. Las religiosas y los hermanos los ayudarán en este apos­tolado.

De esta manera, reconstruirán la cristian­dad, establecida sobre una Fe viva y actuante.

Éste es un programa entusiasmante para todo sacerdote digno de ese nombre: recrear la cristiandad en torno y por medio del altar del Sacrificio. De este modo se resuelven to­dos los problemas familiares, sociales y po­líticos.

Para la gloria de Dios, de Nuestro Señor Je sucristo y del Espíritu Santo, para el honor de la Iglesia Católica, para el honor del Sucesor de Pedro, para la salvación de Las almas, suplicamos a los sacerdotes que tienen conciencia de la gravedad de la crisis que pa­dece la Iglesia, se unan a nosotros para salvar el sacerdocio católico, la Fe católica y para la salvación de las almas.

Mantener la Fe y las instituciones que du­rante dos mil años han santificado a la Igle­sia y a las almas no puede ser en ningún caso una causa para romper la comunión con la Iglesia, al contrario, éste es el criterio de la unión con la Iglesia y con el Sucesor de Pe­dro. Es, por otra parte, este mismo criterio el que juzga de la legitimidad de la sucesión sobre la sede de Pedro y las sedes episcopales.



En la fiesta de San Vicente de Paul, 19 de julio de 1975




VI

LOS TRES DONES PRINCIPALES QUE DIOS NOS HA HECHO EL PAPA, LA SANTÍSIMA VIRGEN Y ELSACRIFICIO EUCARÍSTICO


Queridísimos hermanos, queridos amigos:

La Providencia tiene delicadezas, pues ha querido que este comienzo de cursos, que este nuevo comienzo de cursos del seminario coincida con el aniversario de mi consagración episcopal que tuvo lugar el 19 de setiembre de 1947 en mi ciudad natal (1). A pedido de amigos, hemos querido festejar de una manera particular este aniversario.

Ahora bien, esta mañana leíamos en el breviario las lecturas de Tobías. Se decía que el joven Tobías, cuando se encontraba rodeado de judíos, de hombres de su raza que adoraban los becerros de oro establecidos por el rey mismo de Israel, él, por el contrario, iba fielmente al templo y ofrecía los sacrificios previstos por la ley tal como Dios mismo lo había pedido. Él era, pues, fiel a la ley de Dios.

Y bien, esperemos que nosotros seamos también fieles a Dios, fieles a Nuestro Señor Jesucristo. Y Tobías fue luego llevado en cautividad a Nínive, y allí, dice la Sagrada Es­critura, cuando todos sus compatriotas se sometían al culto pagano que los rodeaba, guardó igualmente la Verdad:"retinuit omnem veritatem". Él conservó la Verdad. Creo que es una lección que nos da la Sagrada Escritura, y esperamos que nosotros también seamos fieles como Tobías lo fue, fiel en su juventud, fiel más tarde en la cautividad. No es verdad que hoy en día estamos, en cierta manera, en una cautividad que nos rodea por todas- partes, se manifiesta por todas partes, nos es impuesta por los que se someten al espíritu maligno, en el mundo y hasta en el interior de la Iglesia, por los que destrozan la Verdad, la tienen en esclavitud en lugar de manifestarla, de mostrarla.

Estamos en un mundo esclavo del demonio, esclavo de todos los errores de este mundo.

Pero queremos guardar la Verdad, queremos seguir manifestándola. ¿Y cuál es, por consiguiente, esta Verdad? ¿Tenemos nosotros su monopolio? ¿Somos a tal punto presuntuosos que podemos decir: nosotros tenemos la Verdad, los otros no la tienen? Esta Verdad no nos pertenece, no viene de nosotros, no ha sido inventada por nosotros. Esta Verdad nos es transmitida, nos es dada, está escrita, está viviente en la Iglesia y en toda la historia de la Iglesia. Esta Verdad es conocida, está en nuestros libros, en nuestros catecismos, en todas las actas de los Concilios, en las actas de los Sumos Pontífices, está en nuestro Credo, en nuestro Decálogo, en los dones que el Buen Dios nos ha concedido: el Santo Sacrificio de la Misa y los sacramentos. No somos nosotros quienes la hemos inven­tado. No hacemos sino perseverar en la Verdad.

Porque la Verdad tiene un carácter eterno. La Verdad que profesamos es Dios, Nuestro Señor Jesucristo que es Dios, y Dios no cambia. Dios permanece en la inmutabilidad, San Pablo es quien nos lo dice: "
necvicissitudinis obumbratio".

No hay ni siquiera una sombra de vicisitud en Él, una sombra de cambio en Dios. Dios es inmutable, "
semper idem", siempre el mismo. Él es, por cierto, Él, la fuente de todo lo que cambia, de todo lo que se mueve en el universo, pero Él es inmutable.

Y por el hecho mismo de que profesamos a Dios como Verdad, entramos, de alguna manera, por la Verdad en la eternidad. No tenemos derecho a cambiarla, esta Verdad no puede cambiar, no cambiará jamás.

Los hombres han sido puestos en este mundo para recibir un poco de esta luz de la eternidad que desciende sobre ellos. De algún modo se vuelven, ellos también, eternos, inmortales, en la medida en que se aferran a la Verdad de Dios. En la medida en que se aferran a las cosas que cambian, a las cosas mudables, no están más con Dios. Y de esto es de lo que sentimos necesidad. Todos los hombres sienten esa necesidad. Tienen en ellos un alma inmortal que está ahora en la eternidad, alma que será feliz o desgraciada, pero esta alma existe, ya no morirá, esto es definitivo.

Los hombres, todos los que han nacido, todos los que tienen un alma han entrado en la eternidad. Y por ello tienen necesidad de las cosas eternas, de la verdadera eternidad que es Dios. No podemos privarnos de Él, esto forma parte de nuestra vida, es lo que hay más esencial en nosotros. He ahí por qué los hombres buscan la Verdad, la eternidad, porque tienen en sí mismos una necesidad esencial de eternidad.

¿Y cuáles son los medios mediante los cuales Nuestro Señor nos ha dado la eternidad, nos la comunica, nos hace entrar en nuestra eternidad, incluso aquí abajo? A menudo, cuando atravesaba esos países de África, cuando se me pedía ir a visitar las diócesis, elegía un tema que me era caro, muy sencillo por otra parte y que habéis oído ya muchas veces pero que concretizaba, para esos pueblos simples a quienes tenía que hablar, la Verdad. Yo les decía: pero ¿cuáles son los dones que Dios nos ha dado que nos hacen participar de la vida divina, de la vida eterna y que comienzan a ponernos en la eternidad?

Hay tres dones principales que Dios, que Nuestro Señor nos ha hecho: el Papa, la Santísima Virgen y el Sacrificio eucarístico.
El Papa. Y, en efecto, es un don extraordinario que hizo Dios al darnos el Papa, al darnos a los sucesores de Pedro, al darnos justamente esta perennidad en la Verdad que se nos comunica por los sucesores de Pedro, que debe ser comunicada por los sucesores de Pedro. Y parece inconcebible que un sucesor de Pedro pueda faltar, de alguna manera, a la comunicación de la Verdad que debe transmitir, porque no puede —sin casi desaparecer de la progenie de los Papas— no comunicar lo que los Papas han comunicado siempre: el depósito de la fe, que no le pertenece tampoco.

La Verdad del depósito de la Fe no pertenece al Papa. Es un tesoro de Verdad que ha sido enseñada durante veinte siglos. Y él debe transmitirlo fiel y exactamente a todos aquéllos a los cuales está encargado de hablar, de comunicar la Verdad del Evangelio. Él no es libre.

Y, por consiguiente, en la medida que sucediera, por circunstancias absolutamente misteriosas que no podemos comprender, que superan nuestra imaginación, que superan nuestra concepción, si sucediera que un Papa, que el que está sentado en la sede de Pedro viniera a oscurecer de alguna manera la Verdad que debe transmitir, o a no transmitirla ya fielmente, o a dejar difundir la oscuridad del error, a esconder en cierto modo la verdad, en ese caso debemos rogar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, para que se haga la luz en el que está encargado de transmitirla.

Pero no podemos cambiar de Verdad por eso, caer en el error, seguir al error, porque aquél que ha sido encargado de transmitir la Verdad fuese débil y dejara difundir el error alrededor suyo. No queremos que nos invadan las tinieblas. Queremos permanecer en la luz de la Verdad. Permanecemos en la fidelidad a lo que ha sido enseñado durante dos mil años. Porque es inconcebible que lo que ha sido enseñado durante dos mil años y que es, como os lo he dicho, una parte de eternidad, pueda cambiar.

Porque es la eternidad la que nos ha sido enseñada, es Dios eterno, es Jesucristo Dios eterno, y todo lo que está fijado en Jesucristo está fijado en la eternidad, todo lo que está fijado en Dios está fijado para la eternidad. Nunca se podrá cambiar la Trinidad, nunca se podrá cambiar el hecho de la obra redentora de Nuestro Señor Jesucristo por la Cruz, por el Sacrificio de la Misa. Son cosas eternas que pertenecen a la eternidad, que pertenecen a Dios.

¿Cómo alguno aquí abajo podría cambiar estas cosas? ¿Cuál es el sacerdote que sentiría el derecho de cambiar estas cosas, de modificarlas?   ¡Imposible, imposible!

Cuando conservamos el pasado, conservamos el presente y conservarnos el porvenir. Porque es imposible, yo diría metafísicamente, divinamente imposible, separar el pasado del presente y del porvenir. ¡Imposible! ¡O Dios no es más Dios! ¡O Dios no es más eterno!  O Dios no es más inmutable.

Y entonces no hay nada más que creer, estamos en el error, completamente.

Es por eso que, sin preocuparnos de todo lo que pasa en torno nuestro hoy en día, debiéramos cerrar los ojos ante el horror del drama que vivimos, cerrar los ojos, afirmar nuestro Credo, nuestro Decálogo, meditar el Sermón de la Montaña que es nuestra ley igualmente, aferrarnos al Santo Sacrificio de la Misa, aferrarnos a los Sacramentos, esperando que la luz se haga de nuevo alrededor nuestro.  Eso es todo.

He aquí lo que debemos hacer y no entrar en rencores, en violencias, en un estado de espíritu que no sería fiel a Nuestro Señor, que no estaría en la caridad.

Quedemos, permanezcamos en la caridad; oremos, suframos, aceptemos todas las pruebas, todo lo que nos pueda acontecer, todo lo que el Buen Dios pueda enviarnos. Hagamos corno Tobías: todos los suyos lo habían abandonado, ellos adoraban los becerros de oro, adoraban los dioses paganos, él permanecía fiel.

Y, sin embargo, él mismo debía quizás pensar que estando completamente solo en la fidelidad, se arriesgaba a faltar a la verdad. Pero no, él sabía que lo que Dios había enseñado a sus padres no podía cambiar. La Verdad de Dios existía y no podía cambiar. Nosotros también debemos apoyarnos sobre la Verdad que es Dios, ayer, hoy y mañana. "Jesús 
Christus heri,hodie et in saecula".

Y por eso yo diría: debemos guardar la confianza en el papado, debemos guardar la confianza en el sucesor de Pedro, en cuanto es sucesor de Pedro. Pero si por ventura él no fuera perfectamente fiel a su función, entonces debemos permanecer fieles a los sucesores de Pedro y no a quien no sería el sucesor de Pedro. Esto es todo. En efecto, él está encargado de transmitirnos el depósito de la Fe.

La Santísima Virgen María. El segundo don es el de la Santísima Virgen María.
La Santísima Virgen María, Ella, no cambió nunca. ¡Imaginad que la Santísima Virgen María haya podido cambiar sobre la idea que podía hacerse de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo su divino Hijo, sobre el sacrificio de la Cruz que Él debía padecer, sobre la obra de la Redención! La Santísima Virgen ¿pudo cambiar un ápice en su Fe? ¿Pudo, en alguna época de su vida, tener dudas, caer en el error? ¿Pudo dudar de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, dudar de la Santísima Trinidad, Ella que estaba llena del Espíritu Santo? ¡Imposible, inconcebible!

Ella estaba ya aquí abajo en la eternidad. La Santísima Virgen María, por su Fe, una Fe inmutable, profunda, no podía ser turbada de ninguna manera, esto es evidente.  A esta santa Madre debemos pedirle que tengamos su fidelidad, "Virgo 
fidelis", Virgen fiel.

No nos dejemos llevar por los ruidos que nos rodean; fidelidad, fidelidad, como la Santísima Virgen María.

Y añadiría a propósito de la Santísima Vir­gen María una cosa que me parece importante para nosotros en el momento que vivimos actualmente. A cada momento se nos dice: la Virgen ha dicho esto, aquello, la Virgen se ha aparecido aquí, la Virgen ha comunicado tal mensaje a tal persona. Por cierto, no esta­mos en contra de la posibilidad de una palabra que la Santísima Virgen pueda dirigir a personas de su elección, evidentemente. Pero estamos en un período tal, en este momento, que debemos desconfiar, debemos desconfiar.

El lugar de la Santísima Virgen María en la teología de la Iglesia, en la Fe de la Iglesia, es, en mi opinión, infinitamente suficiente para que la amemos sobre todas las creaturas después de Nuestro Señor Jesucristo, y para que tengamos hacia Ella una devoción que sea una devoción profunda, continua, cotidiana.

No es necesario para nosotros que tengamos que recurrir constantemente a mensajes de los cuales no estamos absolutamente ciertos vengan o no de la Santísima Virgen.  No hablo de las apariciones que han sido y son abiertamente reconocidas por la Iglesia. Pero debemos ser muy prudentes en lo que concierne a los rumores que oímos hoy por todos lados.  A cada instante recibo personas o comunicaciones que me serían enviadas de parte de la Santísima Virgen, o de Nuestro Señor, un mensaje recibido acá, otro recibido allá. Deseamos que la Santísima Virgen esté en nosotros todos los días.

Pero Ella lo está, lo sabemos, Ella está con nosotros. Ella está presente en todos nuestros Sacrificios de la Misa. Ella no puede separarse de la Cruz; de Nuestro Señor Jesucristo. Nuestra devoción a la Santísima Virgen debe ser profunda, perfecta, pero no debe depender de algún mensaje particular.

El Sacrificio Eucarístico. Finalmente, el tercer don de Nuestro Señor Jesucristo: el Sacrificio Eucarístico.
Dios, Jesucristo, se da Él mismo a nosotros mediante el Sacrificio Eucarístico. ¿Qué podía hacer más hermoso? y ¿a qué debemos estar más aferrados sino al Santo Sacrificio de la Misa? Lo digo a menudo a los seminaristas: si la Fraternidad sacerdotal San Pío tiene una espiritualidad especial —no deseo que tenga una espiritualidad especial, no es que critique a los fundadores de órdenes como San Ignacio, Santo Domingo y San Vicente de Paul, etc., en una palabra, a los que han querido dar un sello especial a su congregación, sello que sin duda era querido por la Providencia en el momento en que ellos vivieron—, pienso que si hay un sello particular en nuestra Fraternidad sacerdotal San Pío X,es la devoción al Santo Sacrificio de la Misa.

Que nuestros espíritus, nuestros corazones, nuestros cuerpos sean como cautivados por el gran misterio del Santo Sacrificio de la Misa. Y, en la medida en que comprenderemos mejor este gran misterio del Sacrificio de la Misa y de la Eucaristía, porque el Sacrificio y el Sacramento están unidos, son las dos grandes realidades del Sacrificio de la Misa; en la medida en la cual profundizaremos estas cosas, comprenderemos mejor también lo que es el sacerdocio, la grandeza del sacerdocio. Porque está unido íntimamente, yo diría metafísicamente, al Sacrificio de la Misa. Y esto es muy importante en la época actual.

Tenemos necesidad de esto, mis queridos amigos. Tenéis necesidad de estar prendados por esta espiritualidad del Santo Sacrificio de la Misa. No sólo los sacerdotes, por otra parte, sino también nuestros religiosos, nuestros hermanos/nuestras religiosas y todos los laicos hoy, todos nuestros queridos fieles que están aquí presentes. Debemos tener por el Santo Sacrificio de la Misa una devoción más grande que nunca, porque ella es el fundamento, la piedra fundamental de nuestra Fe.

En la medida en que ya no tenemos esta devoción hacia el Santo Sacrificio de la Misa, en la medida en que hacemos de este Sacrificio una simple comida, en la medida en que las ideas protestantes se introducen entre nosotros, en esta medida arruinamos nuestra santa religión.

No me atrevo a citaros el ejemplo de lo sucedido en Chile durante los tres días que he pasado allí. Pero, sin embargo, puesto que eso me viene a la mente, os lo digo muy simplemente para mostraros hasta dónde ha llegado la degradación de la idea del Santo Sacrificio de la Misa en las personas más altas y más elevadas de la jerarquía católica. En el curso de nuestra permanencia en Santiago de Chile, apareció en la televisión una concelebración presidida por el obispo auxiliar de Santiago de Chile, rodeado —yo no he visto la televisión pero esto me lo han dicho numerosas personas que asistieron— de quince o veinte sacerdotes que concelebraban con él. Durante esta concelebración, el obispo auxiliar explicó a los fieles, por lo tanto, a todos los que lo veían por televisión, que era una comida, y que, por consiguiente, no veía inconveniente en que se fumara durante esa comida. Y él mismo fumó durante esta con­celebración.

¡He ahí a lo que se llega! ¡A qué degradación, a qué sacrilegio puede llegar un obispo delante de toda su feligresía! ¡Esto es inaudito, inconcebible! Habría que hacer repara­ción de cosas semejantes durante años, esto es un escándalo inimaginable. Pero eso nos muestra a qué nivel se puede llegar cuando ya no se está en la Verdad.

Entonces debemos estar aferrados al Sacrificio de la Misa como a la pupila de nuestros ojos, a lo que hay de más querido en nosotros, el más respetable, de más santo, de más sagrado, de más divino. Es lo que es este seminario.

Se dirá todo lo que se quiera del seminario, se lo criticará de todas partes: el seminario es esto, el seminario es aquello, se ha decidido en el seminario esto, se ha decidido en el seminario aquello. No se ha decidido nada en absoluto. No se ha cambiado nada en absoluto. El seminario permanece lo que es. Continúa siendo lo que era y aquello para lo cual ha sido fundado. El seminario permanece un seminario católico. Y si Dios me concede vida, el seminario no cambiará. Moriré antes que cambiar alguna cosa a la doctrina católica que debe ser enseñada, en el seminario.      

Queremos guardar la Fe., queremos hacer sacerdotes católicos, acabo de explicároslo, por las tres cosas principales de la Iglesia Católica: el Papa, la Santísima Virgen María y el Santo Sacrificio de la Misa. Éstos son los fundamentos de nuestra devoción aquí en Ecône.

suceda lo que suceda no cambiaremos, con la gracia de Dios. Entonces que se diga lo que se quiera; el seminario ha cambiado, el seminario ha tomado una nueva orientación, el seminario tiene esto, el seminario tiene aquello; es el diablo quien lo dice, porque quiere destruir el seminario. Evidentemente, no puede soportar a unos sacerdotes católicos, no puede soportar a unos sacerdotes que tienen la Fe.

Y acá es menester decirlo claramente: alrededor nuestro, un poco en todos los países, pero particularmente en Francia, hay tales divisiones entre los que quieren guardar la Fe católica, que estallan entonces las calumnias, las murmuraciones, las palabras exageradas, unas reflexiones insensatas, injustificadas. No nos ocupemos de todo eso. Dejemos hablar, obremos bien, hagamos la voluntad de Dios, según la voluntad de la Iglesia Católica, continuando lo que nuestros prede­cesores y nuestros antepasados hicieron, lo que el Concilio de Trento pidió que los obispos hagan, continuando la formación que siempre se ha dado a los sacerdotes y tendremos la certeza de estar en la Verdad.

Eso es todo. Permanezcamos en la serenidad, permanezcamos en la Fe. Y si, por ven­tura, nosotros no enseñásemos la Fe aquí, entonces dejadme, si no os enseño aquí la Verdad católica, partid, queridos seminaristas, ¡no os quedéis! Es un deber vuestro. Pero si yo enseño la Fe católica, si ella es enseñada aquí —tenéis toda la biblioteca a vuestra disposición para verificar si nosotros damos la Fe católica o si no la damos— entonces tened confianza en nosotros.

Pero nosotros haremos todo para que la Fe católica continúe siendo enseñada aquí, en su integridad, para que podáis, vosotros también, llevar esta verdad que es tan fecunda de gracia y de vida, porque la Verdad es también fuente de vida, fuente de gracia. Tenemos necesidad de esta vida, los fieles la reclaman.

¿Por qué tenemos pedidos de todas partes para tener sacerdotes? Porque los fieles tie­nen sed de la Verdad, sed de la gracia de Nuestro Señor, sed de la vida sobrenatural, sed de esta vida divina, sed de esta eternidad a la cual se dirigen.

Entonces tengamos confianza en lo que la Iglesia hizo siempre, no confianza en monseñor Lefebvre. Soy un pobre hombre como los demás, no tengo la pretensión de ser mejor que los demás, muy al contrario. No sé por qué el Buen Dios me ha permitido tener treinta años de episcopado. Pienso que si juzgase humanamente, hubiera preferido quedarme como misionero en los matorrales del Gabón, aislado, y no habría tenido todos los problemas que tuve durante mis treinta años de episcopado.

Pero el Buen Dios lo ha querido y el Buen Dios continúa probándonos, haciéndonos lle­var la cruz. Y bien, si es su voluntad, que se haga. Continuemos llevando la cruz. No es porque el Buen Dios nos imponga cruces que debemos abandonarlo. No tenemos que abandonar a Nuestro Señor, ¡al contrario! Debemos seguirlo.

Entonces, mis queridos amigos, sed fieles, fieles a Nuestro Señor, fieles a la Santísima Virgen María, fieles al Papa, sucesor de Pedro, cuando el Papa se muestra verdaderamente sucesor de Pedro, porque eso es él, de él tenemos necesidad. No somos gente que quiera romper con la autoridad de la Iglesia, con el sucesor de Pedro. Pero tampoco somos gente que quiera romper con veinte siglos de tradición de la Iglesia, con veinte siglos de sucesores de Pedro.

Hemos elegido. Hemos elegido ser obedientes en la realidad a todo lo que los Papas enseñaron durante veinte siglos, y no podemos creer que el que está en la sede de Pedro no quiera enseñar esas cosas, no lo podemos imaginar. Si por azar lo hiciera, pues bien, Dios lo juzgará. Pero nosotros no podemos ir al error porque haya una especie de ruptura en la cadena de los sucesores de Pedro.

Nosotros queremos permanecer fieles a los sucesores de Pedro que nos transmitan el depósito de la Fe. Y es en esto en lo que somos fieles a la Iglesia Católica, que permanecemos en la Iglesia Católica y que no haremos nunca cisma. Esto es imposible, porque en la medida en que estamos aferrados precisamente a esos veinte siglos de Tradición de la Iglesia, a esos veinte siglos de Fe de la Iglesia, no podemos hacer cisma. Eso es lo que nos garantiza que tenemos el presente y el futuro como os lo he dicho: "Jesus Christus heri, hodie et in saecula". Imposible separar el pasado del presente y del futuro. Apoyándonos en el pasado estamos seguros del presente y del futuro.

Así pues, tengamos confianza, pidamos a la Santísima Virgen que nos ayude en todas estas circunstancias. Ella es fuerte como un ejército ordenado para la batalla, Ella que ha sufrido el martirio, Reina de los mártires, en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Pues bien, ¿acaso no seguiremos a nuestra Santa Madre, acaso no estaremos con nuestra Santa Madre, listos para sufrir también el martirio para que la obra de la Redención continúe?

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.   Amén.

Ec
ône, 18 de setiembre de 1977.


1.     Tourcoing, en el norte de Francia.





VII

RESPUESTAS A DIVERSAS CUESTIONES DE ACTUALIDAD


1. ¿Cuál debe ser nuestra actitud respecto del Papa Pablo VI? Esta actitud será diferente según la manera como se defina al Papa Pablo VI, porque nuestra actitud hacia el Papa, como Papa y sucesor de Pedro, no puede cambiar.

La cuestión es, pues, en definitiva: ¿el Papa Pablo VI ha sido o es todavía el sucesor de Pedro? Sí la respuesta es negativa: Pablo VI no ha sido nunca Papa o ya no lo es, nuestra actitud será la de los períodos "sede vacante"; eso simplificaría el problema. Algunos teólogos lo afirman, apoyándose en las afirmaciones de los teólogos del tiempo pasado, admitidas por la Iglesia, y que han estudiado el problema del Papa hereje, cismático o que abandona prácticamente su cargo de Pastor supremo.

No es imposible que esta hipótesis sea algún día confirmada por la Iglesia.  Porque tiene en su favor argumentos serios. En efecto, son numerosos los actos de Pablo VI que, reali­zados por un obispo o por un teólogo hace veinte años, hubiesen sido condenados como sospechosos de herejía, que favorecen la here­jía. Ante el hecho de que el que realiza esos actos es quien ocupa el trono de Pedro, el mundo aún católico, lo que queda de él, estu­pefacto, perplejo, prefiere callar más bien que condenar, prefiere asistir a la destrucción de la Iglesia antes que oponerse a ella, a la es­pera de días mejores.

Sin embargo, queda por saber en qué me­dida el Papa es el verdadero responsable de esos actos que favorecen la herejía. Algunos responden que no lo es en absoluto, que está drogado, prisionero, etcétera. Es una res­puesta que no parece admisible. El Papa se muestra en plena posesión de sus medios, muy consciente de su firme deseo de hacer aplicar el Concilio y las reformas que de él derivan.

Entre las dos hipótesis, la del Papa hereje y que ya no es, por consiguiente, Papa, y el Papa irresponsable, incapaz de cumplir su cargo por la tiranía ejercida por los que lo rodean, ¿no hay una respuesta más compleja pero quizás más real: la de Pablo VI, liberal, en un grado muy profundo? Su liberalismo toma sus raíces en Lutero, Jean-Jacques Rousseau, Lamennais, luego en personajes que ha conocido Marc Sangnier, Fogazzaro, el "Maritain malo", Teilhard de Chardin, La Pira, etcétera.

Formado en el liberalismo que es la incohe­rencia intelectual y la incoherencia práctica, como lo define el Cardenal Billot, él encarna una teoría católica o catolizante y una práctica fundada sobre los falsos principios del libe­ralismo, del mundo moderno, principios en los que están imbuidos los enemigos de la Iglesia: protestantes, masones, marxistas; principios de una filosofía hegeliana, subjetivista, irreal, evolutiva, que está en la base de la democracia, de las falsas libertades indivi­duales; todo eso bajo un espejismo de pro­greso, de mutación, de dignidad de la persona humana, etcétera.

Esta incoherencia esencial del liberal le da un doble rostro, una doble personalidad, una dualidad constante que provoca la autodestrucción.

Se puede decir que no hay peor mal que el de tener en la Sede dePedro a un liberal convencido. De ahí la alegría de los enemigos de la Iglesia, quienes la manifiestan pública­mente. De ahí también el bloqueo de las reac­ciones de los católicos fieles por el rostro aparentemente tradicional del Papa.

Es un segundo Lamennais, torturado, in­quieto, capaz de gran sentimentalismo y de reacciones crueles.

Me parece que esta respuesta corresponde mejor a la historia del liberalismo y a la del propio Pablo VI. Ella explica mejor todo lo que hizo y sigue haciendo. Ella ilumina el Concilio Vaticano y el período posconciliar. Echa una luz lóbrega sobre el Vaticano y los agentes que allí operan, deconformidad con lo que han hecho los verdaderos liberales du­rante dos siglos.

Nuestra conclusión, en este caso, es la si­guiente: estamos con Pablo VI, sucesor de Pedro cuando cumple su papel; nos negamos aseguir a Pablo VI, sucesor de Lutero, de Rousseau, de Lamennais," etcétera.

El Magisterio oficial y perpetuo de la Igle­sia nos permite ver cuándo Pablo VI obra de una manera o de otra.

Estimamos nulos todos los esfuerzos, to­dos los actos, todas las contrariedades que nos vienen de él para obligarnos a seguir a Pablo VIliberal y destructor de nuestra Fe; aceptamos, por el contrario, todos los actos tendientes a sostener nuestra Fe católica, por­que en la Iglesia, por voluntad de su Funda­dor y por la naturaleza misma de la Iglesia, todo está ordenado a la Fe, prenda de la vida eterna: todos los poderes, todas las leyes es­tán ordenados a ese fin. Utilizar esos poderes y esas leyes para la ruina de la Fe y de las instituciones de la Iglesia es un evidente abu­so de poder y una abierta desobediencia a Nuestro Señor. Colaborar con esta ruina, so­metiéndose a un mandamiento inmoral, es contribuir a la desobediencia a Nuestro Señor.

Si pareciera imposible, como lo afirman los progresistas y los que siguen a Pablo VI con los ojos cerrados, que el Papa Pablo VI sea verdaderamente Papa y favorezca al mismo tiempo la herejía, y, por consiguiente, si pareciera que es contrario a las promesas hechas por Nuestro Señor Jesucristo que un Papa sea profundamente liberal, entonces se­ría preciso adherirse a la primera hipótesis. Pero eso no parece evidente. Es el cardenal Daniélou quien dice, en la última obra publi­cada al respecto, que el papa Pablo VI es un liberal.

De todas maneras, debemos rezar mucho por el Papa para que guarde fielmente el de­pósito de la Fe que le ha sido confiado.


2. ¿Cuál debe ser nuestra actitud respecto de la nueva Misa, y por este hecho, respecto de toda la reforma litúrgica, incluyendo la re­forma del breviario, del calendario litúrgico, del rito de los difuntos, etcétera? Acá también nuestra actitud dependerá de la definición que demos de esta reforma.

Si estimamos esta liturgia reformada como herética e inválida, ya sea a causa de las mo­dificaciones introducidas en la materia y en la forma, ya sea a causa de la intención del reformador inscrita en el nuevo rito y con­traria a la intención de la Iglesia Católica, es evidente que nos está prohibido participar en esos ritos reformados: participaríamos en una acción sacrílega.

Esta opinión se apoya sobre razones serias, pero no absolutamente evidentes. Por ello, me   parece   imprudente   afirmar   que   pecan gravemente todos los que participan, de cual­quier manera que sea, en un rito reformado.

Dejando de lado las personas que confieren los sacramentos según este nuevo rito, si se considera la reforma general en los textos pu­blicados por Roma, nos vemos obligados a decir, con los cardenales Ottaviani y Bacci, que estos ritos se alejan de manera en verdad inquietante de los textos definidos sobre ese tema en el Concilio de Trento. La preocupa­ción de un ecumenismo exagerado aproximó de tal manera esta reforma a la reforma pro­testante que de ello resulta un grave peligro de disminución de la Fe y hasta de pérdida de la Fe para quienes usan esos ritos de ma­nera habitual y constante, y esto incluso en el caso de quienes se esfuerzan por guardar las apariencias de la Tradición.

Este juicio se emite sobre los textos refor­mados oficiales: "faventesheresiam".

Esos textos concluyen pues por ejercer una influencia sobre la intención de muchos sacer­dotes, sobre todo de los jóvenes, alejándolos de la intención de hacer lo que hace la Iglesia Católica, de ahí los riesgos de invalidez.

En efecto, los textos nuevos han eliminado las alusiones al Sacrificio propiciatorio, han aumentado la atmósfera de comida, de Cena, en detrimento del Sacrificio; han disminuido la adoración, las señales de la Cruz, las ge­nuflexiones.

Todo en el nuevo rito tiende a reemplazar el dogma católico sobre la Misa y definido por el Concilio de Trento, por las nociones protestantes.

De esta manera, la intención terminará por aplicarse a un rito protestante y ya no a lo que hace la Iglesia de siempre y para siempre.

Hay que añadir las malas traducciones, las adaptaciones, la creatividad, etc., otras tantas causas de invalidez posible, y, en todo caso, de sacrilegios.

La conclusión es evidente: es un deber abs­tenernos habitualmente, no aceptar asistir si­no en casos excepcionales: casamiento, entie­rro, y cuando se tiene la certeza moral de que la Misa es válida y no sacrílega.

Y esto vale para toda la reforma litúrgica.

Es mejor no asistir sino una vez al mes a la verdadera Misa y si fuera necesario incluso de manera más espaciada todavía, antes que participar en un rito que tiene sabor protes­tante, que nos priva de la adoración debida a Nuestro Señor y tal vez hasta de Su pre­sencia.

Los padres deben explicar a sus hijos por qué prefieren rezar en casa antes que concu­rrir a una ceremonia peligrosa para su Fe.



3. Sobre la jurisdicción para los jóvenes sacerdotes de la Fraternidad. Las leyes naturales y sobrenaturales, es de­cir, el Decálogo y el Derecho Canónico, están todas ordenadas a la vida. Por eso, el legisla­dor ha previsto que, en peligro de muerte y, sobre todo, de muerte sobrenatural, o incluso en los casos urgentes en que se requiere el empleo de los medios necesarios para conser­var la vida sobrenatural, los poderes son con­cedidos por el Derecho a quienes tienen la facultad radical de adquirirlos (C.I.C. 882; 2261,2).

Ahora bien, en el ambiente de la reforma litúrgica, las dudas sobre la validez de los Sacramentos se tornan mes a mes más nu­merosas. Los propios ritos nuevos llevan en sí serias dudas. Las almas están en una situa­ción de continuo peligro de muerte.

Es pues normal e incluso necesario que los sacerdotes utilicen esos poderes excepcionales para ir en socorro de esas almas abando­nadas y que languidecen.

La censura en que hubieran incurrido, in­cluso si fuese válida, no podría dispensarlos de ir en socorro de las almas que les suplican les comuniquen la gracia que les es necesaria para su vida sobrenatural y que están ciertas de recibir por el ministerio de esos jóvenes sacerdotes, puesto que ellos utilizan los ritos milenarios que la Iglesia Católica ha emplea­do siempre para transmitir la gracia.

Eso vale para los bautismos, confesiones, extremaunción.

Para el matrimonio, son los propios futuros esposos quienes reciben esta autorización por el Derecho, y el sacerdote que no es delegado oficialmente debe, sin embargo, ser testigo del Sacramento del matrimonio si está cerca y si ningún otro sacerdote puede o quiere asistir (Canon 1098).

Lo que interesa gravemente es que en cada priorato2 se lleven con exactitud los registros concernientes a la recepción de los Sacramen­tos, para que cuando se vuelva a una situación normal esos registros sean colocados en los archivos de las diócesis, al menos una copia. (Deben redactarse siempre en ejemplar doble, de los cuales uno debe remitirse a los archi­vos del distrito cuando esté completo).

2    Véase nota de la pagina 79.


4. ¿Cómo considerar el retorno a una si­tuación normal? Como se trata del porvenir, sabemos que pertenece a Dios y que es, pues, difícil hacer previsiones.

Sin embargo, comprobemos en primer lu­gar, que la anomalía en la Iglesia no vino de nosotros, sino de aquéllos que se esforzaron por imponer una orientación nueva a la Igle­sia, orientación contraria a la Tradición e in­cluso condenada por el Magisterio de la Iglesia.

Si parecemos estar en una situación anor­mal es porque aquéllos que hoy tienen la autoridad en la Iglesia queman lo que antes habían adorado y adoran lo que antes era quemado.

Los que se han apartado de la vía normal y tradicional son quienes tendrán que volver a lo que la Iglesia ha enseñado siempre y a lo que siempre ha realizado.

¿Cómo podrá hacerse esto? Humanamente hablando, parece sí que sólo el Papa, digamos un Papa, podrá restablecer el orden destruido en todos los campos.

Pero es preferible dejar estas cosas a la Providencia divina.

Sin embargo, nuestro deber consiste en ha­cer todo para conservar el respeto de la jerar­quía en la medida en que sus miembros aún forman parte de ella, y saber hacer la distin­ción entre la institución divina a la cual de­bemos estar muy aferrados, y los errores que pueden profesar unos malos pastores. Debe­mos hacer cuanto sea posible para iluminarlos y convertirlos por nuestras oraciones, y nues­tro ejemplo de mansedumbre y firmeza.

A medida que se fundan nuestros prioratos tendremos esta preocupación de insertarnos en las diócesis mediante nuestro verdadero apostolado sacerdotal sometido al sucesor de Pedro, como sucesor de Pedro, no como su­cesor de Lutero o de Lamennais. Tendremos respeto e incluso afecto sacerdotal por todos los sacerdotes, esforzándonos por darles la verdadera noción del Sacerdocio y del Sacri­ficio, por acogerlos para retiros, por predicar misiones en las parroquias como San Grignion de Montfort, predicando la Cruz de Jesús y el verdadero Sacrificio de la Misa.

Así, por la gracia de la Verdad, de la Tra­dición, se desvanecerán los prejuicios a nues­tro respecto, al menos de parte de los espíri­tus todavía bien dispuestos y nuestra futura inserción oficial se verá, por ello, grandemen­te facilitada.

Evitemos los anatemas, las injurias, las pu­llas, evitemos las polémicas estériles, rece­mos, santifiquémonos, santifiquemos las al­mas que vendrán a nosotros cada vez más numerosas, en la medida en que encuentren en nosotros aquello de lo cual tienen sed: la gracia de un verdadero sacerdote, de un pas­tor de almas, celoso, fuerte en su Fe, paciente, misericordioso, sediento de la salvación de las almas y de la gloria de Nuestro Señor Jesu­cristo.

Ecône, 24 de febrero de 1977 Este texto estaba destinado a los alumnos del Seminario de Ecône.   Hemos sido autorizados a publicarlo aquí.

FIN DEL LIBRO