viernes, 8 de diciembre de 2017

HOY CELEBRAMOS LA GRAN FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN



La fe de la Iglesia católica, solemnemente reconocida como revelada por el mismo Dios, el día para siempre memorable del 8 de diciembre de 1854, esa fe que proclamó el oráculo apostólico por boca de Pío IX con aclamaciones de toda la cristiandad, nos enseña que el alma bendita de María no sólo no contrajo la mancha original en el momento en que Dios la infundió en el cuerpo al que debía animar, sino que fue llena de una inmensa gracia que la hizo, desde ese momento, espejo de la santidad divina en la medida que puede serlo una criatura. 
Semejante suspensión de la ley dictada por la justicia divina contra toda la descendencia de nuestros primeros padres, fue motivada por el respeto que tiene Dios a su propia santidad.

Las relaciones que debían unir a María con la divinidad, relaciones no sólo como Hija del Padre celestial, sino como verdadera madre de su Hijo y Santuario inefable del Espíritu Santo; todas esas relaciones, decimos, exigían que no se hallase ninguna mancha ni siquiera momentánea en la criatura que tan estrechos vínculos habla de tener con la Santísima Trinidad, y que ninguna sombra hubiese empañado nunca en María, la perfecta pureza que el Dios tres veces santo quiere hallar aun en los seres a los que llama a gozar en el cielo de su simple visión; en una palabra, como dice el gran Doctor San Anselmo: “Era justo que estuviese adornada de tal pureza, que no se pudiera concebir otra mayor sino la del mismo Dios”, porque a ella iba a entregar el Padre a su Hijo, de tal manera, que ese Hijo habría de ser por naturaleza, Hijo común y único de Dios y de la Virgen; era esta Virgen la elegida por el Hijo para hacer de ella substancialmente su Madre, y en su seno quería obrar el Espíritu Santo la concepción y Nacimiento de Aquel de quien El mismo procedía. (Dom Geranger, “Año Litúrgico”, visto en Infocatólica).