sábado, 25 de marzo de 2017

VEN. SOR MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA - RELATO DE LA ANUNCIACIÓN



Habló Su Majestad al santo arcángel Gabriel con aquella voz o palabra que les intima su santa voluntad; y aunque el orden común de ilustrar Dios a sus divinos espíritus es comenzar por los superiores y que aquéllos purifiquen e iluminen a los inferiores por su orden hasta llegar a los últimos, manifestando unos a otros lo que Dios reveló a los primeros, pero en esta ocasión no fue así, porque inmediatamente recibió este santo arcángel del mismo Señor su embajada.

A la insinuación de la voluntad divina estuvo presto san Gabriel, como a los pies del trono, y atento al ser inmutable del Altísimo, y Su Majestad por sí le mandó y declaró la legacía que había de hacer a María santísima y las mismas palabras con que la había de saludar y hablar; de manera que su primer autor fue el mismo Dios, que las formó en su mente divina, y de allí pasaron al santo arcángel, y por él a María purísima. Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos sacramentos [misterios] de la encarnación al santo príncipe Gabriel, y la santísima Trinidad le mandó fuese anunciase a la divina doncella cómo la elegía entre las mujeres para que fuese Madre del Verbo eterno y en su virginal vientre le concibiese por obra del Espíritu Santo, y ella quedando siempre virgen; y todo lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y hablar con su gran Reina y Señora.

Luego declaró Su Majestad a todo el resto de los ángeles cómo era llegado el tiempo de la redención humana y que disponía bajar al mundo sin dilación, pues ya tenía prevenida y adornada para Madre suya a María santísima, como en su presencia lo había hecho, dándole esta suprema dignidad. Oyeron los divinos espíritus la voz de su Criador y, con incomparable gozo y hacimiento de gracias por el cumplimiento de su eterna y perfecta voluntad, cantaron nuevos cánticos de alabanza, repitiendo siempre en ellos aquel himno de Sión: Santo, santo, santo eres, Dios y Señor de Sabaot. Justo y poderoso eres, Señor Dios nuestro, que vives en las alturas y miras a los humildes de la tierra. Admirables son todas tus obras, Altísimo, encumbrado en tus pensamientos.

Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos millares de ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. La de este gran príncipe y legado era, como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza: su rostro tenía refulgente y despedía muchos rayos de resplandor, su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella forma. Llevaba diadema de singular resplandor y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y muy brillantes, y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la encarnación a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la prudentísima Reina.

Todo este celestial ejército con su cabeza y príncipe san Gabriel encaminó su vuelo a Nazaret, ciudad de la provincia de Galilea, y a la morada de María santísima, que era una casa humilde y su retrete un estrecho aposento desnudo de los adornos que usa el mundo, para desmentir sus vilezas y desnudez de mayores bienes. Era la divina Señora en esta ocasión de edad de catorce años, seis meses y diecisiete días, porque cumplió los años a ocho de septiembre, y los seis meses y diecisiete días corrían desde aquél hasta éste en que se obró el mayor de los misterios que Dios obró en el mundo.

La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más altura que la común de aquella edad en otras mujeres, pero muy elegante del cuerpo, con suma proporción y perfección: el rostro más largo que redondo, pero gracioso, y no flaco ni grueso, el color claro y tantico moreno; la frente espaciosa con proporción; las cejas en arco perfectísimas; los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y columbino agrado, el color entre negro y verde oscuro; la nariz seguida y perfecta; la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo delgados ni gruesos; y toda ella en estos dones de naturaleza era tan proporcionada y hermosa que ninguna otra criatura humana lo fue tanto. El mirarla causaba a un mismo tiempo alegría y reverencia, afición y temor reverencial; atraía el corazón y le detenía en una suave veneración; movía para alabarla y enmudecía su grandeza y muchas gracias y perfecciones; y causaba en todos los que advertían divinos efectos que no se pueden fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influjos y movimientos divinos que encaminaban a Dios.

Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de color plateado, oscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesto y aliñado sin curiosidad, pero con suma modestia y honestidad. Cuando se acercaba la embajada del cielo, ignorándolo ella, estaba en altísima contemplación sobre los misterios que había renovado el Señor en ella con tan repetidos favores los nueve días antecedentes. Y por haberla asegurado el mismo Señor que su Unigénito descendería luego a tomar forma humana, estaba la gran Reina fervorosa y alegre en la fe de esta palabra y, renovando sus humildes y encendidos afectos, decía en su corazón: ¿Es posible que ha llegado el tiempo tan dichoso en que ha de bajar el Verbo del eterno Padre a nacer y conversar con los hombres y, que le ha de tener el mundo en posesión, que le han de ver los mortales con ojos de carne, que ha de nacer aquella luz inaccesible, para iluminar a los que están poseídos de tinieblas? ¡Oh quién mereciera verle y conocerle! ¡Oh quién besara la tierra donde pusiera sus divinas plantas!

Alegraos, cielos, y consuélese la tierra, y todos eternamente le bendigan y alaben, pues ya su felicidad eterna está vecina. ¡Oh hijos de Adán afligidos por la culpa, pero hechuras de mi amado, luego levantaréis la cabeza y sacudiréis el yugo de vuestra antigua cautividad! Ya se acerca vuestra redención, ya viene vuestra salud. ¡Oh padres antiguos y profetas, con todos los justos que esperáis en el seno de Abrahán detenidos en el limbo, luego llegará vuestro consuelo, no tardará vuestro deseado y prometido Redentor! Todos le magnifiquemos y cantemos himnos de alabanza. ¡Oh quién fuera sierva de sus siervas! ¡Oh quién fuera esclava de aquella que Isaías le señaló por Madre! ¡Oh Emmanuel, Dios y hombre verdadero! ¡Oh llave de David, que has de franquear los cielos! ¡Oh Sabiduría eterna! ¡Oh Legislador de la nueva Iglesia! Ven, ven, Señor, a nosotros y libra de la cautividad a tu pueblo, vea toda carne tu salud.

En estas peticiones y operaciones, y muchas que no alcanza mi lengua a explicar, estaba María santísima en la hora que llegó el ángel san Gabriel. Estaba purísima en el alma, perfectísima en el cuerpo, nobilísima en los pensamientos, eminentísima en santidad, llena de gracias y toda divinizada y agradable a los ojos de Dios, que pudo ser digna Madre suya y eficaz instrumento para sacarle del seno del Padre y traerle a su virginal vientre. Ella fue el poderoso medio de nuestra redención y se la debemos por muchos títulos, y por esto merece que todas las naciones y generaciones la bendigan y eternamente la alaben. Lo que sucedió con la entrada del embajador celestial diré en el capítulo siguiente:

Llegó, pues, el dichoso día en que despreciando el Altísimo los largos siglos de tan pesada ignorancia, determinó manifestarse a los hombres y dar principio a la redención del linaje humano, tomando su naturaleza en las entrañas de María santísima, prevenida para este misterio. Y para mejor declarar lo que de él se me manifiesta, es forzoso anticipar algunos sacramentos [misterios] ocultos que sucedieron al descender el Unigénito del pecho de su eterno Padre. 

Obraron todas tres personas con una misma acción la obra de la encarnación, aunque sola la persona del Verbo recibió en sí a la naturaleza de hombre, uniéndola hipostáticamente (*) a sí mismo; y por esto decimos que fue enviado el Hijo por el eterno Padre, de cuyo entendimiento procede, y que le envió su Padre por obra del Espíritu Santo, que intervino en esta misión. Y como la persona del Hijo era la que venía a humanarse al mundo, antes que sin salir del seno del Padre descendiese de los cielos y en aquel divino consistorio, en nombre de la misma humanidad que había de recibir en su persona, hizo una proposición y petición, representando los merecimientos previstos, para que por ellos se le concediese a todo el linaje humano su redención y el perdón de los pecados, por quienes había de satisfacer a la divina justicia. Pidió el fiat de la beatísima voluntad del Padre que le enviaba, para aceptar el rescate por medio de sus obras y pasión santísima y de los misterios que quería obrar en la nueva Iglesia y ley de gracia.

Aceptó el eterno Padre esta petición y méritos previstos del Verbo y le concedió todo lo que propuso y pidió para los mortales, y él mismo le encomendó a sus escogidos y predestinados como herencia o heredad suya; y por esto dijo el mismo Cristo nuestro Señor por san Juan que no perdió ni perecieron los que su Padre le dio, porque los guardó todos, salvo el hijo de perdición, que fue Judas. Y otra vez dijo que de sus ovejas nadie le arrebataría alguna de su mano, ni de su Padre. Y lo mismo fuera de todos los nacidos, si como fue suficiente la redención se ayudaran ellos para que fuera eficaz para todos y en todos; pues a ninguno excluyó su divina misericordia, si todos la admitieran por medio de su Reparador.

Todo esto precedía en el cielo en el trono de la beatísima Trinidad, antes del fiat de María santísima. Y al tiempo de descender a sus virginales entrañas el Unigénito del Padre, se conmovieron los cielos y todas las criaturas. Y por la unión inseparable de las tres divinas personas, bajaron todas con la del Verbo, que sólo había de encarnar; y con el Señor y Dios de los ejércitos salieron todos los de la celestial milicia, llenos de invencible fortaleza y resplandor. Y aunque no era necesario despejar el camino, porque la divinidad lo llena todo y está en todo lugar y nada le puede estorbar, con todo eso, respetando los cielos materiales a su mismo Criador, le hicieron reverencia y se abrieron y dividieron todos once con los elementos inferiores: las estrellas se innovaron en su luz, la luna y sol con los demás planetas apresuraron el curso al obsequio de su Hacedor, para estar presentes a la. mayor de sus obras y maravillas.

No conocieron los mortales esta conmoción y novedad de todas las criaturas, así porque sucedió de noche, como porque el mismo Señor quiso que sólo fuese manifiesta a los ángeles, que con nueva admiración le alabaron, conociendo tan ocultos como venerables misterios escondidos a los hombres, que estaban lejos de tales marayillas y beneficios admirables para los mismos espíritus angélicos, a quienes por entonces solos se remitía el dar gloria, alabanza y veneración por ellos a su Hacedor. Sólo en el corazón de algunos justos infundió el Altísimo en aquella hora un nuevo movimiento e influjo de extraordinario júbilo, a cuyo sentimiento atendieron todos y fueron conmovidos a atención, formaron nuevos y grandes conceptos del Señor; y algunos fueron inspirados, sospechando si aquella novedad que sentían era efecto de la venida del Mesías a redimir el mundo, pero todos callaron, porque cada cual imaginaba que sólo él había tenido aquella novedad y pensamiento, disponiéndolo así el poder divino.

En las demás criaturas hubo también su renovación y mudanza. Las aves se movieron con cantos y alborozo extraordinario, las plantas y los árboles se mejoraron en sus frutos y fragancia y respectivamente todas las demás criaturas sintieron o recibieron alguna oculta vivificación y mudanza. Pero quien la recibió mayor, fueron los padres y santos que estaban en el limbo, a donde fue enviado el arcángel san Miguel para que les diese tan alegres nuevas y con ellas los consoló y dejó llenos de júbilo y nuevas alabanzas. Sólo para el infierno hubo nuevo pesar y dolor, porque al descender el Verbo eterno de las alturas sintieron los demonios una fuerza impetuosa del poder divino, que les sobrevino como las olas del mar y dio con todos ellos en lo más profundo de aquellas cavernas tenebrosas, sin poderlo resistir ni levantarse. Y después que lo permitió la voluntad divina, salieron al mundo y discurrieron por él, inquiriendo si había alguna novedad a que atribuir la que en sí mismos habían sentido, pero no pudieron rastrear la causa, aunque hicieron algunas juntas para conferirla; porque el poder divino les ocultó el sacramento de su encarnación y el modo de concebir María santísima al Verbo humanado, y sólo en la muerte y en la cruz acabaron de conocer que Cristo era Dios y hombre verdadero.

Para ejecutar el Altísimo este misterio entró el santo arcángel Gabriel, en el retrete donde estaba orando María santísima, acompañado de innumerables ángeles en forma humana visible y respectivamente todos refulgentes con incomparable hermosura. Era jueves a las siete de la tarde al oscurecer la noche. Viole la divina Princesa de los cielos y miróle con suma modestia y templanza, no más de lo que bastaba para reconocerle por ángel del Señor, y conociéndole, con su acostumbrada humildad quiso hacerle reverencia; no lo consintió el santo Príncipe, antes él la hizo profundamente como a su Reina y Señora, en quien adoraba los divinos misterios de su Criador, y junto con eso reconocía que ya desde aquel día se mudaban los antiguos tiempos y costumbre de que los hombres adorasen a los ángeles, como lo hizo Abrahán, porque levantada la naturaleza humana a la dignidad del mismo Dios en la persona del Verbo, ya quedaban los hombres adoptados por hijos suyos y compañeros o hermanos de los mismos ángeles.

Saludó el santo arcángel a nuestra Reina y suya, y la dijo: Ave gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus. Turbóse sin alteración la más humilde de las criaturas, oyendo esta nueva salutación del ángel. Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una, su profunda humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales, y oyendo, al mismo tiempo que juzgaba de sí tan bajamente, saludarla y llamarla bendita entre todas las mujeres, le causó novedad. La segunda causa fue que, al mismo tiempo cuando oyó la salutación y la confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más, por el concepto que de sí tenía formado. Y por esta turbación prosiguió el ángel declarándole el orden del Señor, y diciéndola: No temas, María, porque hallaste gracia con el Señor; advierte que concebirás un hijo en tu vientre y le parirás y le pondrás por nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Y lo demás que prosiguió el santo arcángel.

Sola nuestra prudentísima y humilde Reina pudo entre las puras criaturas dar la ponderación y magnificencia debida a tan nuevo y singular sacramento [misterio], y como conoció su grandeza, dignamente se admiró y turbó. Pero convirtió su corazón humilde al Señor, que no podía negarle sus peticiones, y en su secreto le pidió nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio; porque la dejó el Altísimo para obrar este misterio en el estado común de la fe, esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y elevaciones interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición replicó y dijo a san Gabriel lo que prosigue san Lucas: ¿Cómo ha de ser esto de concebir y parir hijo, porque ni conozco varón ni lo puedo conocer? Al mismo tiempo representaba en su interior al Señor el voto de castidad que había hecho y el desposorio que Su Majestad había celebrado con ella.

Respondióla el santo príncipe Gabriel: Señora, sin conocer varón, es fácil al poder divino haceros madre; y el Espíritu Santo vendrá con su presencia y estará de nuevo con vos, y la virtud del Altísimo os hará sombra para que de vos pueda nacer el Santo de los Santos, que se llamará Hijo de Dios. Y advertid que vuestra deuda Elisabet también ha concebido un hijo en su estéril senectud, y éste es el sexto mes de su concepción; porque nada es imposible para con Dios, y el mismo que hace concebir y parir a la que era estéril, puede hacer que vos, Señora, lleguéis a ser su Madre quedando siempre Virgen y más consagrada vuestra gran pureza; y al Hijo que pariéredeis le dará Dios el trono de su padre David, y su reino será eterno en la casa de Jacob. No ignoráis, Señora, la profecía .de Isaías, que concebirá una virgen y parirá un hijo que se llamará Emmanuel, que es Dios con nosotros. Esta profecía es infalible y se ha de cumplir en vuestra persona. Asimismo sabéis el gran misterio de la zarza que vio Moisés ardiendo sin ofenderla el fuego, para significar en esto las dos naturalezas divina y humana,sin que ésta sea consumida de la divina, y que la Madre del Mesías le concebirá y parirá sin que su pureza virginal quede violada. Acordaos también, Señora, de la promesa que hizo nuestro Dios eterno al patriarca Abrahán, que después del cautiverio de su posteridad en Egipto a la cuarta generación volverían a esta tierra; y el misterio de esta promesa era que en esta cuarta generación por vuestro medio rescataría Dios humanado a todo el linaje de Adán de la opresión del demonio. Y aquella escala que vio Jacob dormido, fue una figura expresa del camino real que el Verbo eterno en carne humana abriría, para que los mortales subiesen a los cielos y los ángeles bajasen a la tierra, a donde bajaría el Unigénito del Padre para conversar en ella con los hombres y comunicarles los tesoros de su divinidad con la participación de las virtudes y perfecciones que están en su ser inmutable y eterno.

Con estas razones y otras muchas informó el embajador del cielo a María santísima, para quitarla la turbación de su embajada con la noticia de las antiguas promesas y profecías de la Escritura y con la fe y conocimiento de ellas y del poder infinito del Altísimo. Pero como la misma Señora excedía a los mismos ángeles en sabiduría, prudencia y toda santidad, deteníase en la respuesta para darla con el acuerdo que la dio; porque fue tal cual convenía al mayor de los misterios y sacramentos del poder divino. Ponderó esta gran Señora que de su respuesta estaba pendiente el desempeño de la beatísima Trinidad, el cumplimiento de sus promesas y profecías, el más agradable y acepto sacrificio de cuantos se le habían ofrecido, el abrir las puertas del paraíso, la victoria y triunfo del infierno, la redención de todo el linaje humano, la satisfacción y recompensa de la divina justicia, la fundación de la nueva ley de gracia, la gloria de los hombres, el gozo de los ángeles y todo lo que se contiene en haberse de humanar el Unigénito del Padre y tomar forma de siervo en sus virginales entrañas.

Grande maravilla por cierto, y digna de nuestra admiración, que todos estos misterios, y los que cada uno encierra, los dejase el Altísimo en mano de una humilde doncella y todo dependiese de su fiat. Pero digna y seguramente lo remitió a la sabiduría y fortaleza de esta mujer fuerte, que pensándolo con tanta magnificencia y altura no le dejó frustrada su confianza que tenía en ella. Las obras que se quedan dentro del mismo Dios no necesitan de la cooperación de criaturas, que no pueden tener parte en ellas, ni Dios puede esperarlas para obrar ad intra; pero en las obras ad extra contingentes, entre las cuales la mayor y más excelente fue hacerse hombre, no la quiso ejecutar sin la cooperación de María santísima y sin que ella diese su libre consentimiento; para que con ella y por ella diese este complemento a todas sus obras, que sacó a luz fuera de sí mismo, para que le debiésemos este beneficio a la Madre de la sabiduría y nuestra Reparadora.

Consideró y penetró profundamente esta gran Señora el campo tan espacioso de la dignidad de Madre de Dios para comprarle con un fiat; vistióse de fortaleza más que humana y gustó y vio cuán buena era la negociación y comercio de la divinidad. Entendió las sendas de sus ocultos beneficios, adornóse de fortaleza y hermosura; y habiendo conferido consigo misma y con el paraninfo celestial Gabriel la grandeza de tan altos y divinos sacramentos, estando muy capaz de la embajada que recibía, fue su purísimo espíritu absorto y elevado en admiración, reverencia y sumo intensísimo amor del mismo Dios; y con la fuerza de estos movimientos y afectos soberanos, como con efecto connatural de ellos, fue su castísimo corazón casi prensado y comprimido con una fuerza que le hizo destilar tres gotas de su purísima sangre y, puestas en el natural lugar para la concepción del cuerpo de Cristo Señor nuestro, fue formado de ellas por la virtud del divino y santo Espíritu; de suerte que la materia de que se fabricó la humanidad santísima del Verbo para nuestra redención, la dio y administró el Corazón de María purísima a fuerza de amor, real y verdaderamente. Y al mismo tiempo con la humildad nunca harto encarecida, inclinando un poco la cabeza y juntas las manos, pronunció aquellas palabras que fueron el principio de nuestra reparación: Ecce ancilla Domini, fíat mihi secundum verbum tuum.

A1 pronunciar este fiat tan dulce para los oídos de Dios y tan feliz para nosotros, en un instante se obraron cuatro cosas: la primera, formarse el cuerpo santísimo de Cristo Señor nuestro de aquellas tres gotas de sangre que administró el corazón de María santísima; la segunda, ser criada el alma santísima del mismo Señor, que también fue criada como las demás; la tercera, unirse el alma y cuerpo y componer su humanidad perfectísima; la cuarta, unirse la divinidad en la persona del Verbo con la humanidad, que con ella unida hipostáticamente hizo en un supuesto la encarnación, y fue formado Cristo Dios y hombre verdadero, Señor y Redentor nuestro. Sucedió esto viernes a 25 de marzo al romper del alba, o a los crepúsculos de la luz, a la misma hora que fue formado nuestro primer padre Adán, y en el año de la creación del mundo de cinco mil ciento noventa y nueve, como lo cuenta la Iglesia romana en el Martirologio, gobernada por el Espíritu Santo. Esta cuenta es la verdadera y cierta, y así se me ha declarado, preguntándolo por orden de la obediencia. Y conforme a esto, el mundo fue criado por el mes de marzo, que corresponde a su principio de la creación; y porque las obras del Altísimo todas son perfectas y acabadas, las plantas y los árboles salieron de la mano de Su Majestad con frutos, y siempre los tuvieran sin perderlos si el pecado no hubiera alterado a toda la naturaleza.

En el mismo instante de tiempo que celebró el Todopoderoso las bodas de la unión hipostática en el tálamo virginal de María santísima, fue la divina Señora elevada a la visión beatífica y se le manifestó la divinidad intuitiva y claramente y conoció en ella altísimos sacramentos, de que hablaré en el capítulo siguiente. 

El divino niño iba creciendo naturalmente en el lugar del útero con el alimento, sustancia y sangre de la Madre santísima, como los demás hombres, aunque más libre y exento de las imperfecciones que los demás hijos de Adán padecen en aquel lugar y estado; porque de algunas accidentales y no pertenecientes a la sustancia de la generación, que son efectos del pecado, estuvo libre la Emperatriz del cielo, y de las superfluidades imperfectas que en las mujeres son naturales y comunes, de que los demás niños se forman, sustentan y crecen; pues para dar la materia que le faltaba de la naturaleza infecta de las descendientes de Eva, sucedía que se la administraba, ejercitando actos heroicos de las virtudes, y en especial de la caridad. Y como las operaciones fervorosas del alma y los afectos amorosos naturalmente alteran los humores y sangre, encaminábala la divina Providencia al sustento del niño divino, con que era alimentada naturalmente la humanidad de nuestro Redentor y la divinidad recreada con el beneplácito de heroicas virtudes. De manera que María santísima administró al Espíritu Santo, para la formación del cuerpo, sangre pura, limpia, como concebida sin pecado, y libre de sus pensiones. Y la que en las demás madres, para ir creciendo los hijos, es imperfecta e inmunda, la Reina del cielo daba la más pura, sustancial y delicada, porque a poder de afectos de amor y de las demás virtudes se la comunicaba, y también la sustancia de lo mismo que la divina Reina comía. Y como sabía que el ejercicio de sustentarse ella era para dar alimento al Hijo de Dios y suyo, tomábale siempre con actos tan heroicos, que admiraba a los espíritus angélicos que en acciones humanas tan comunes pudiese haber realces tan soberanos de merecimiento y de agrado del Señor.

Quedó esta divina Señora en la posesión de Madre del mismo Dios con tales privilegios, que cuantos he dicho hasta ahora y diré adelante no son aún lo menos de su excelencia, ni mi lengua lo puede manifestar; porque ni al entendimiento le es posible debidamente concebirlo, ni los más doctos ni sabios hallarán términos adecuados para explicarlos. Los humildes, que entienden el arte del amor divino, lo conocerán por la luz infusa y por el gusto y sabor interior con que se perciben tales sacramentos [misterios]. No sólo quedó María santísima hecha cielo, templo y habitación de la santísima Trinidad y transformada, elevada y deificada con la especial y nueva asistencia de la divinidad en su vientre purísimo, pero también aquella humilde casa y pobre oratorio quedó todo divinizado y consagrado por nuevo santuario del Señor. Y los divinos espíritus, que testigos de esta maravilla asistían a contemplarla, con nuevos cánticos de alabanza y con indecible júbilo engrandecían al Omnipotente y en compañía de la felicísima Madre le bendecían en su nombre, y del linaje humano, que ignoraba el mayor de sus beneficios y misericordias. 

Extractos de los capítulos X y XI del Libro III de la Segunda Parte de la obra "Mística Ciudad de Dios", de la Venerable Sor María de Jesús de Ágreda.
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(*) "Unión hipostática": unión la de la naturaleza humana con la naturaleza divina en una sola Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo.